«Un día movido»: Anécdotas de un bricoleur con el mítico Gringo Dave
Por Gustavo Grillo Mujica
Tengo un día atravesado en mi hemisferio de memoria regresiva por lo terremotiento. Comenzó cuando el Gringo Dave me invitó a almorzar comida judío-china. Éramos vecinos en Reñaca, un balneario que fue hermoso, antes de su saturación con edificios indecentes.
El Gringo vivía en una casa de madera, poquito más que una choza, mal vista por los vecinos. Desgarbado y excéntrico, Dave andaba siempre o casi siempre con un gorro de piel de algún animal blanco, un gorro como de cosaco. Ya se le identificaba entre Valparaíso y Concón. Soplaba blues en su armónica en ciertas noches de la picada marinera El Yaco y otros territorios nuestros del puerto.
Una comida judío-china me dejó metido. ¿Qué sería eso?
Fui a su cabaña indecente infiltrada entre las bonitas casas de Reñaca, la mayoría de propietarios santiaguinos, vacías, pues no era la temporada de vacaciones. En todo caso, el mar, allí al frente, es lo de menos. Son playas inservibles para nadar, pero la moda es la moda. Olvídate los pedazos de argentinas, los bikinis y la gente linda que va en las temporadas de verano.
Dave me recibió con su sonrisa desdentada, su melena y sus rubios bigotes teñidos con tabaco. Me abrió la puerta de su cabaña inexacta pero bien instalada en este territorio que entonces era chic.
El Gringo tenía una estufa hecha con un tambor de hojalata que fue envase de algo -la tengo en mi meollo para copiársela- y escuchaba música que nadie tenía en el Cono Sur en esa época. En su lar sonaban blues que mis orejas zapateaban de placer. Averigüé a los maestros a posteriori, gracias a mi memoria orejística, cito algunos: Howlin’ Wolf, John Lee Hooker, B.B. King, Jimmy Witherspoon, Etta James, Bobby Bland, en fin.
Dave, el cosaco de Reñaca, se creía negro. Una mayoría de la gente lo clasificaba fácilmente como jipi. Llegó a Valparaíso según varias versiones. La que encuentro más creíble es aquella de que, en una típica manifestación anti-guerra de Vietnam, se puso muy paranoico, se sintió vigilado, vio CIA por todos lados y cachó que lo fotografiaron sin su permiso. Luego, en su pieza, volado con hachís, tomó un globo terráqueo, lo hizo girar, lo paró con su dedo índice y le salió, como en una tómbola, Valparaíso.
Llegó al cerro Mariposa. Después fue a parar a Laguna Verde y luego a Reñaca, el balneario que les dije, al lado de Viña del Mar, que a su vez está al ladito de Valparaíso. Desde donde estábamos se ve todito el puerto. El Gringo estaba protegido por alguien. Parece que compartía con la iñora de un contrabandista y diler, que por siaca no recuerdo su nombre. Era el movido para pitos en el puerto, amigote del bajista Guatón Luna y, por esa estupidez de que los amigos de mis amigos son mis amigos, nos cagó a varios con estafas rascas. Su iñora jevi no estaba ese día en la cabaña.
Dave por ese período estaba mosqueado por la policía viñamarina. Sospechaban del Gringo. Meses antes tuve una entrevista forzada con el «tío» Araya, un raro PDI, inspector detective socialista. Fue a causa de un allanamiento a mi ex taller en Av. La Marina de Viña del Mar. Cuando viajaba a Santiago, mi taller era utilizado por amigos viñamarinos. En una de esas, unas vecinas llamaron a la poli creyendo que me estaban robando. Los ratis solo encontraron unos cuantos volados en plena cata de una excelente mariguana. Fueron todos presos. Tuve que ir a declarar como dueño de casa. En la conversa con el inspector «tío Araya», salió a luz el Gringo Dave. Araya sospechaba que Dave era de la CIA y que estaba introduciendo drogas para enmierdar la juventud chilena. Traté de aclararle que eso no era posible, que Dave simplemente musiqueaba en los bares del puerto, que era un poeta y músico, relacionado con artistas y la bohemia porteña. El gringo participó muchas veces con su armónica en recitales porteños de Los Jaivas.
Estábamos en nuestro banquete, que a estas alturas no podría describir, con un vino tinto sonrisa de león, eso sí que recuerdo, en una ahumada atmósfera con música de blues. Entendí que Dave quería decirme algo. Pasó un buen rato antes de que fuera al grano. Finalmente, quería mis orejas y opinión para unos poemas de su autoría. Me salió con unos poemas que leyó traducidos al español. Encontré un poema del Gringo en una hoja mecanografiada apenas legible:
Voy a ser monje
voy a casar las parejas
que la ley no puede casar,
voy a leer libros
en idiomas otoñales,
voy a celebrar
sacramentos olvidados,
voy a crecer el pelo
y dejar que se caiga,
voy a cantar
en un coro ahumado,
voy a cortar el pelo
y dejar que crezca,
voy a tomar las micros
sin pagar,
voy a tomar vino
en mi ruca sobre la bahía,
voy a juntar palabras
y aprovechar al pájaro,
voy a llevar ropa rústica
como la del carabinero,
voy a fumar la pipa
en la mañana de domingo
voy a jugar pimpón
con todos los hermanos,
voy a comer bien
y pensar en nada,
voy a entrar al banco
y recibir respeto,
voy a imaginar la mujer
hasta que me aparezca,
voy a dar clases
a los estudiantes desnudos,
voy a cuidar burros
y cultivar arañas,
voy a dibujar mapas
de las ciudades sin monumentos,
voy a pasar juicio
sobre las machas crudas,
voy a donar mi cadáver
a la ciencia celestial.
El día que se me escapó
lo felicito,
porque como todos los días
no fue su culpa
es que la noche me llamó.
Hacía rato que Ellen, su mujer, había vuelto a gringolandia, quizás renunciando a la ciudadanía cósmica. Aunque supe que retornó al sur de Chile.
El recital poético que me daba Dave en exclusiva fue interrumpido.
-¡Llegou Senu!-, exclamó. «Camán», me dijo.
Salimos de su cabaña. Montamos en un jeep blanco sucio. Primera vez que lo veía manejar. Bajamos por la Bajada o Subida de los Ositos de Reñaca, hasta llegar al paradero de buses. Justo paró un bus de la línea Sol del Pacífico, que llamaban en la época que rememoro «Terror del Pacífico», y se bajó Seno. Este era un gringo como Dave, de esos que llegaron a Chile a fines de los sesenta buscando el lugar más apartado de su repudiada patria. Seno era sanguíneo, corpulento, también con un moño samurai, como Dave. Convivía con una mujer del sur. Se bajó del bus muy de poncho. Estos eran los auténticos jipis fundadores, que se adaptaban rápidamente con nuestros ponchos, nuestras mujeres, nuestros copetes y toda nuestra idiotez local. Eran estructuralistas intuitivos. Denigraban su origen americano. Estoy seguro que estaban tan o más avergonzados de su nacionalidad gringa que los intelectuales judíos alemanes que sufrieron la Segunda Guerra Mundial (Hannah Arendt, Paul Celan, Walter Benjamin y un largo etc)
Esto está muy raro, me dije, este día es especial. ¿Cómo supo Dave que llegaba exactamente al minuto este otro gringo? Si ninguno de los dos usa reloj. Subimos a la cabaña de Dave con Seno, quien llegó con vino pipeño y pan amasado en su morral. Gringo camaleón, me dije, se transformó en más huaso que un huaso. Copeteamos otro poco, seguimos con los blues. Los gringos hablaron sus cosas, en inglés evidentemente, que yo cacho poco o me daba lata cachar.
-Para celebrar la llegada de Senou, vamous al puerto-, dijo Dave. Y montamos los tres inexactos en el jeep rumbo a Valparaíso.
Dave conocía el puerto quizás más que un porteño. Manejó por esos cerros increíbles en un día de otoño pero esplendoroso. Llegamos a un barrio, me parece que ubicado en el cerro El Toro. Paramos frente a una casa porteña de madera y calaminas, de esas que cuelgan entre las quebradas límites entre un cerro y otro. Cada uno de los veintiséis cerros de Valpo es un territorio, pertenencia en sí. Fui testigo de peleas alucinantes entre dos cerros ¿barrios? Se lanzaban peñascazos entre un cerro y otro. Menos mal que caían en las quebradas límites, pero los gritos e improperios se escuchaban: «¡Hijos de puta, boten la basura onde tu abuela!».
Los tres mosqueteros turistas de cerros, chiflamos y gritamos hasta que un señor bajo pero maceteado, con camisa floreada, nos abrió su reja de un pequeño patio exterior. Entramos en esa casa porteña, a su living, donde me sorprendió una suerte de exposición de pájaros marinos y otros bichos embalsamados. Había por todos lados. Hasta en el baño donde fui a mear. No recuerdo el nombre del amigo de Dave, por eso lo nominaré como el taxidermista, pues ese era su oficio.
El tipo que les dije estaba excitado. Nos ofreció vino más decente que el vino de la comida judío-china de Dave y nos comunicó muy contento que tenía un trabajo de mucha importancia. Si lo interrumpimos, creo que más bien no. Los artistas como él necesitan público. Este porteño de oficio raro nos recibió encantado de la vida. Estaba eufórico. El dueño de casa estaba a punto de embalsamar un huemul. No sé a quién se le ocurrió meter este animal en nuestro escudo nacional, viven exclusivamente muy al sur y son endémicos. Es un ciervo discreto, enano, tímido y muy desconfiado. Reitero, ¿cómo logró nuestro taxidermista el cadáver de esta joya? Quizás era un encargo, no me atreví a preguntarle.
El taxidermista no tenía mucho espacio. Por el instante había acomodado el cadáver del animal en su cama, que había protegido con un mantel de plástico estampado. Era toda una instalación el animal en la cama. Aterrizamos de visita en el instante preciso de gloria de un artista taxidermista. Nuestro anfitrión muy excitado, concentrado y con idea fija, priorizó su urgencia. Estaba inspirado, nos palabreó obseso sobre su oficio.
En fin, lo ayudamos a despejar la mesa del comedor de botellas, tasas, panera, florero con flores plásticas, una pipa, papeles, etc. y procedió a instalar en una mesita de arrimo una serie de implementos para una operación mayor. A mí me envió a su patio trasero a buscar un bombín de su bicicleta. Ya veremos para qué. Luego, los dos gringos ayudaron a trasladar el ciervo a la mesa del comedor. El taxidermista tomó un bisturí, hizo un tajo de unos milímetros entre el pecho y la guata del animal, me pidió el bombín, enchufó la manguera de caucho del aparato en la incisión y le hizo el honor a Dave de que bombeara. Allí supe que el arte de la taxidermia consiste en separar el cuero de toda la carne.
Yo estaba ángel en mal estado pues la comida judío china me había puesto la guata burbujeante. Confesé mi malestar. No me hicieron caso, entonces me retiré discretamente de ser ayudante, de la visión del cadáver del huemul que inflaban y de sus admiradores, a la primera pieza que encontré. Era un dormitorio típico de señor sin señora. El taxidermista explicaba a los gringos cosas de su oficio. Tenía un público extranjero que seriamente escuchaba su clase magistral. Con mi estómago tambaleante, me encontré en una habitación que tenía unos tres pingüinos embalsamados posados en un ropero. Me tendí en la cama y encendí la tele.
Escuchaba lo que trascurría al lado. Por las risotadas norteamericanas, me imaginé al taxidermista disfrazado de payaso operando el animal. Le cayeron dos comedidos ayudantes cosmopolitas del cielo. El taxidermista es un tecnomago me dije.
A los gringos o a cualquiera, ¿a quién no le fascinaría asistir al estrellato, paso a la inmortalidad, de un huemul en uno de los cerros de Valparaíso?, me decía entre mis ascos. Este día, bastante fuera de lo común, lo recuerdo no solo por este acontecer. Toda esta concatenación rarísima es solo el comienzo.
Me hacía el leso con el operativo del lado, viendo tele en blanco y negro en esa pieza. Era una transmisión con ciertas interferencias por los vientos de Valparaíso, que balanceaban la antena. Daban una película que recuerdo perfectamente. Era un film de catástrofe: un avión con ene pasajeros era invadido por una viscosa y gelatinosa ameba que se desarrolló vertiginosamente desde una maleta. Con los olores de taxidermia, esa película de terror que me agarró se me hizo muy realista. Sentí el hedor de la ameba horrorosa que invadía al avión. Además de ángel en mal estado, estaba con los pelos parados. En fin, quizás Dave y Seno se saturaron de taxidermia mayor. El asunto es que me despertaron de mi fascinación televisiva. Decidieron que nos íbamos. Me perdí el final de la película.
Nos despedimos agradecidos. Al partir, pregunté por pura formalidad el precio de un tremendo pelícano embalsamado pues me recordó a Moisés, un pelícano atontado que fue azotado contra las rocas y que en mi adolescencia, de vacaciones en Quintero, rescaté. Lo tuve de mascota como un mes y medio. Estuve todo ese verano recuperando cabezas de pescado para alimentarlo. Comen el doble de su peso diario. Lo bajaba a la playa Papagayo, hasta que se recuperó. Ni se despidió, el pájaro malagradecido.
Al irnos, de reojo observé el avance del taxidermista con el huemul. El animal ya estaba bastante descuerado. Esta visión asquerosa me hizo rechazar carne roja por un buen período.
Bajamos los cerros porteños y nos dirigimos hacia Reñaca. En el camino, Seno quiso comprar un trenza de jaibas, esas que vendían (no sé si aún) las viejas o los niños de los pescadores a los automovilistas, propuesta a la que me opuse con fervor. Dave, en su rol de acogedor guía surrealista, sacándole el jugo al jeep, insistió en bajar a la playa de Reñaca. Entonces se podía o había un acceso. No había gente. Entusiasmado, Dave nos paseó por la orilla de la playa. Avanzamos como tanqueros hacia una nueva conquista. Molestamos a las gaviotas y descubrimos unos cuatro pingüinos petroleados que habían escupido las olas. En eso, el vehículo encalló en la arena. Encontré, de nuevo, que este día era un tanto onírico. Bajé del jeep, mientras los gringos insistían a todo motor en despegar de la arena, aunque más se hundían.
Me dirigí hacia la orilla. Había marea baja, olitas con baba oceánica. Con una actitud funeraria agarré uno de los pingüinos petroleados y lo lancé desganado al mar. Me mojé las zapatillas. Miré la puesta del sol color naranja. El naranja más naranja que he visto me despabiló. Tenía a esta hora una reunión con compañeros de arquitectura, recordé. Preparábamos una exposición de tecnomagia. Fui traidor a los gringos. Dando explicaciones idiotas, me escapé del trabajo solidario del rescate del jeep.
Subí a pie por la Subida (o Bajada) de Los Ositos a esperar a mis compañeros universitarios. Arrendábamos una casa playera entre varios estudiantes. Como ya dije, éramos vecinos de la cabaña del Gringo Dave. Nuestra comunidad estudiantil tenía una actividad sexual, teórica, poética, de vacilón patafísico, de una intensidad de miedo. Responsablemente llegaron el Jano, el Fauno y Martín discretamente atrasados e iniciamos nuestra reunión de tecnomagia. No les conté mis aventuras recientes porque las estaba digiriendo encima de mi almuerzo judío-chino. Recuerdo estos detalles, pues todas las horas anteriores, de este día movido, me prepararon para lo que venía.
La tecnomagia era un concepto de nuestro grupo, ideas que elaborábamos en 1er año de arquitectura. El Fauno Vivaldi teorizaba del «vacilón», concepto que trataba de aprehender los espacios, colores, olores, música del entorno y cultura popular. Esto nos debe guiar, decía, tiritándole su barba y sus anteojos redonditos estilo John Lennon, bricoleados con scotch. En síntesis, éramos los típicos estudiantes confabulados en alguna chicharra teórica rupturista. Todos los asistentes a la reunión habíamos realizado algún objeto tecnomágico. Cada cómplice proponía su diseño exclusivo (prototipos probados) para una muestra a producir en la Escuela de Arquitectura de la Univ. de Chile del puerto. Esperábamos causar escozor en los geómetras descriptivos.
A Martín le insinuamos que expusiera su reconocida ampliadora fotográfica fabricada a partir de una antigua cámara fotográfica, esas con fuelle. Jano tenía un artefacto que me encantaba, fabricado con un envase para aceite de auto, paralepípedo de hojalata de 5 litros, recortado por la mitad a lo largo, que con un simple chorizo radiante transformó en una suerte de estufa eléctrica. En ese tarro radiante hacíamos buen café, es decir, funcionaba. El Fauno, que tocaba flauta traversa en el conjunto Congreso, ahora de culto en Chile, era, es, uno de los más tecnomagos, ahora no recuerdo su propuesta. Creo que era un novísimo instrumento musical. Le edité un libro de autoficción: «Apuntes, viajes y complicidades de un náufrago arquitecto en las costas del Pacífico», que después de un manso trabajo tuvo muchas erratas, lo que me produjo un post trauma, por editor decadente.
Con Fauno, ahora arquitecto internacional en Italia, Jano, arquitecto en el sur de Chile, y el duende Claudio, en Inglaterra, tuvimos un efímero grupo musical que sonaba bomba. El Jano nos grabó. Le he pedido esa grabación, pero no estaba ni ahí con mi onda regresiva. A Jano le edité una apología de Richard Wagner de este porte, que, evidentemente, es intertextual, combinatoria de textos wagnerianos. Es decir, mis cumpas compañeros universitarios, fueron, son, toditos consecuentes al bricolage, asunto que, humildemente, encuentro visionario.
Los tecnomagos, vaciladores, bricoleurs, proponíamos por principio cuestiones contra la academia y la geometría descriptiva. Para nosotros, todo proyecto debería considerar las preexistencias. Todo proyecto es recuperación. Nuestro 3er mundo no podía permitirse el lujo de seguir recetas ingenieriles impuestas. Al contrario, el 1er mundo debe cachar que la salvación del universo está en el bricolage.
En mi lenguajear no permití interrupciones. Aún con el huemul descuerado en mis pensamientos, sostuve rotundamente la idea fuerza de que la tecnomagia, vacilón o bricolage es la solución para un estado de guerra, es el diseño «post-terremotiento», es el respeto obligado a partes viejas que aún sirven. El rescate o respeto de la preexistencia, diría Fauno Vivaldi, que después de arquitecturar en China, vive actualmente en Casaprota, en la Sabina, a una hora en tren de Roma, donde me tinca que va a ser alcalde.
En la reunión de los tecnomagos que les dije, no alcancé a terminar otra frase para el mármol, cuando se inició un temblor fuerte. En cuestión de segundos fue terremoto. Crujió todo, se desplazaron los muebles, se sentían roturas de vidrios, un fragor profundo. Arrancamos al exterior, un jardín en cota, con desnivel pronunciado. Tuve el gesto, aún recordado por mis compañeros, de agarrar la estufa a parafina y resbalarme de poto con la estufa encendida en la mano por el pasto. Las casas reñaquinas se deslizaron crujiendo, cayeron muros enteros. Vi a Valparaíso, desde la posición panorámica privilegiada en que estábamos, como se apagaba, se apagaba, miles de luces se apagan en un ocaso sodomagomorriento. Con la luz ambigua del ocaso que les dije, Valparaíso lo vemos envuelto en una niebla vampirística. Fuimos testigos panorámicos de la catástrofe. Un terremoto histórico. Nuestra casa resistió, pero adentro hubo una quebrazón de la putamadre. Ese terremoto disimuló todas las copas que quebramos antes y otras cagadas. Los terremotos eliminan lo cósico, son aseadores.
La casa era de un tal Cruz Coke, un ex político chilensis. Para arrendar esa casa, se infiltró, con logro, el menos inexacto de nuestra tribu, quien era el único que podía dar confianza a esos cuicos por su peinado a la cachetá. Nosotros éramos pelucones.
Inmediatamente después del remezón, me dio una inspiración vandálica cuando vi la casa de una vecina, muy siútica, con el living al aire y un muy buen equipo de música a la vista. Me retuve de robar a los vecinos. Mis cómplices de la teoría tecnomágica o del vacilón se retiraron raudos en el auto del Jano y de Martín, preocupados prioritariamente por la polola (Fauno), parientes y domicilios (Martin y Jano).
Me quedé ahí solo en el jardín, con la estufa aún encendida con la que escapé, como guardián del fuego. Encendí una radio a pilas que rescaté de la casa. Antes de que pasara una hora de la catástrofe, sintonicé fácilmente una transmisión en cadena nacional. El Presidente Allende se comunicaba en directo a todo Chile. El epicentro del terremoto es Valparaíso. Pide calma a la población.
Pocos recuerdan que el Chicho tuvo esa advertencia telúrica. Es tan fuerte lo que vino. No es que me las dé de visionario, pero me eché el pollo, arranqué a Europa seis meses antes de lo que vino. Todos en mi entorno sabían que venía ese golpe de estado. La mayoría prevía una resistencia del pueblo. Este pecho se basó en una cita de Allende: «Cuánta masa puede frente a un tanque». Y logré un repliegue estratégico, en el que, ya les contaré, salvé la vida de mi mujer, mirista pro vía armada, que era de la célula de la Flaca Alejandra, esa iñora que se quebró, los sopló a todos y no quedó ni uno vivo. Mi amada ex mujer, para que sepan, es la única sobreviviente de esa célula mirista.
Por reflejo gregario, partí donde mi vecino Dave Fass, quien también había tenido otra reunión frustrada por el terremoto. Lo encontré con otros cinco gringos, aparte de Seno. Todos alrededor de una fogata en el patio de la cabaña, muertos de susto. Eran todos primerizos en terremotos. Eran cooperantes de la Alianza para el Progreso, esa invención paternalista de Kennedy. Cual mormones, enviaron gringos jóvenes a llevar el progreso o a iniciarse en el 3er mundo. Se decía que había en esa organización mucho CIA. A esos gringos cooperantes se les había ocurrido visitar a su excéntrico compatriota, el cosaco de Reñaca, al judío maoísta seudo negro, mister Dave, que el detective socialista Araya hasta amenazó con pistola.
Treinta años después supe que a Dave lo asesinaron en Los Ángeles o en un bar de Nueva Orleans, quizás por creerse negro. Según fui informado por uno de Los Jaivas, Dave fue un jipi torturado por la dictadura y casi fue un missing, desaparecido. Su familia y amigos lo rescataron de Chile.
Dave fue un auténtico bricoleur. En todo caso, sonará para siempre con alguna percusión, posiblemente pandereta, si mal no recuerdo, en la primera e histórica versión de «Todos juntos» que lanzó al estrellato a Los Jaivas. Esto fue en un estudio de grabación al lado de la Plaza de Armas, donde todos cantábamos o percusionábamos cuando nos creíamos una tribu dispuesta a joder al Gran Bazar.
Fotografías: Katherine Vergara y Archivo Gustavo Mujica