Aullido inédito de Pedro Lemebel en 1999: «Vitrina tercermundista», tributo al quiltraje

A mediados de los años 90, Pedro Lemebel le ofreció a Antonio Becerro un poema inédito sobre los quiltros de la ciudad para que el artista visual lo incorporara en uno de sus trabajos de taxidermia. La colaboración se concretó en 1999 en la IV Bienal de los Nuevos Medios, efectuada en el Museo de Arte Contemporáneo (MAC), donde Becerro presentó una vitrina con un perro en descomposición atropellado y recogido en la ruta 5 Norte, hacia Los Vilos, en cuyo hocico había un pequeño monitor de televisión con un plano fijo de la boca del propio Lemebel leyendo su tributo al quiltraje urbano. La obra se tituló «Vitrina tercermundista» y nunca más fue exhibida en público, hasta que ahora, para la segunda versión de L’Arts 2016 en la Posada del Corregidor, Becerro rescató la grabación original, realizada en formato 8 mm., en los estudios de la radio Tierra, donde entonces trabajaba el desaparecido escritor.

Este es el texto completo de Pedro Lemebel:

Y se llaman Bobby, Cholo, Terri, Duque, Rintintín, Campeón o Pichintún y al escuchar su nombre ladran, corren y saltan desaforados langüeteando la mano cariñosa que les soba el lomo pulguento de quiltros sin raza, de perros callejeros nacidos a pesar del frío y la escarcha que entume su guarida de trapos y cartón. Y ya de cachorros aprenden a menear la cola choca para ganarse el hueso descarnado, los restos de la porotada familiar o el trozo de pan añejo que mascan sonriendo agradecidos de poder compartir la dieta obrera, porque para ellos no existen esos alimentos químicos del mercado canino, esas galletas y cereales sintéticos que venden los mall junto con collares, cadenas y cepillos especiales para perros de clase. Esas comidas para perros etiquetadas con nombre de caricatura gringa: los Dogo, Dogui, Dogan, Master Dog, Champion o Pedigree con forma de hueso comprimido y vitaminizado, como si fuera comida para astronautas y vaya a saber el perro qué mierda está comiendo si lo único que le queda claro es el tufo a pescado molido y la sed insaciable que los tiene todo el día con la lengua afuera.

Al parecer, la ciencia veterinaria por fin puso en marcha la sociología animal que educa y distribuye por estatus el mercado de las mascotas y este kárdex pulguero, que existía desde los galgos egipcios de Cleopatra, dejó de ser un exotismo de la realeza y pasó a formar parte del arribismo colectivo que invierte parte del presupuesto en la adquisición de un perro hecho a la medida, el complemento perruno de la escalada económica que aspiran los chilenos. Entonces raza, color y pelaje deben combinar con la alfombra y el tapiz de los muebles si es un perro de interior, por cierto un animalito fino y valioso, que se puede conseguir a precio de huevo, si es robado, en las ofertas del mercado persa.

Ahora si la propaganda de la seguridad ciudadana aconseja una fiera doberman para el jardín, un lustroso guardia para las casitas de villas y condominios adiestrados solo como perros para mostrar los dientes y destripar a los mal vestidos que se acercan a la reja. Así lo más cercano al esencialismo del adjetivo perro es el doberman mocho de cola corta y orejas cortadas, cercenadas cruelmente para aumentar su imagen de ferocidad o los ovejeros alemanes, más conocidos como perros policiales, preparados como pacos para perseguir y morder sospechosos.

Talvez la dualidad amo y perro es el espejo perverso donde el animal duplica mañas y modales, como esos quiltros pitucos, los galgos afganos, los cocker spaniel, o los poodle, que los bañan y peinan y perfuman en peluquerías especiales para ellos y, cuando salen de allí, ridículamente recortados, afirulados como ikebanas, con moños y rosas de cintas, con la nariz bien parada, sin mirar a nadie, igual que las viejas cuicas que los adoran y gastan fortunas en veterinarios, bálsamos y manicures para la Fifi, el Chofi, la Luli, el Puchi, el Pompi, animales con heráldica que no juegan ni ladran y parecen estatuas, educados como adorno en la decoración del riquerío. Son las mascotas de sangre azul que miran sobre el hombro al perraje suelto que vaga por las calles: nosotros, los quiltros sin ley, que hacen suya la ciudad en el patiperreo de la sobrevivencia.

Perros que hurguetean la basura y comen lo que encuentran, adaptándose fácilmente al calor humilde del ranchal obrero, porque la pobreza y los perros son inseparables: entre más pobres hay más perros, como si en la precariedad siempre hubiera un rincón donde amparar otro quiltro, uno más, como el Moisés, que llegó cojeando, medio pelado de arestín y con la oreja ensangrentada por alguna mocha canina. Llegó así, patuleco de hambre y con esos ojazos de huacha soledad y al mes parecía otro, sanado y alimentado por la generosidad de una mano amiga. Le pusieron Moisés por sobreviviente y a puras sobras de comida recuperó el pelo y su ladrido infantil de peluche juguetón. En poco tiempo el Moisés se había integrado a la patota perruna del campamento y corría libre con los cabros chicos alborotando el corre que te pillo del tierral, perseguía las micros ladrándoles a las ruedas hasta que un violento rechinar apagó para siempre el bullicio de su fiesta y allí quedó, patas pa’arriba en la cuneta hasta que los niños lo enterraron en un hoyo cercano al basural.

Quién sabe por qué los pobres lloran a sus perros con esa amargura, como si sus Bobbys, Terris, Mononas, Pirulines y Cholas fueran una parte única de la familia y ningún otro perro que llegue podrá reemplazar la memoria optimista de sus gracias; nadie sabe por qué queda un vacío en el coro de perros que siguen ladrando en la noche santiaguina, cuando la ciudad duerme y cantan tristes los aullidos de su quiltraje funeral.