Reflexiones en torno al descontrol social y el metro cuadrado de la cultura
Por Josefina Márquez / fotografías: Andrés Mancini
Vivo demasiado lejos, entre Valdivia y Puerto Varas, y cada vez que viajo al Centro Experimental Perrera Arte, aunque sea de pasada, encuentro una novedad. Es como si nunca se detuviera el movimiento en ese espacio que conocí a principios de los años 2000, cuando todos y todas éramos jóvenes y alocadas. Este viernes 4 de marzo no podía faltar a la inauguración de la Sala Dante, llamada así en honor al nuevo guardián de la factoría, a quien no tenía el gusto de acariciar, y del patio de arte y comida Floripondia & Capitán, con quienes sí tuve la oportunidad de convivir en innumerables oportunidades desde que eran cachorros, por lo que no puedo dejar de compartir mi asombro por los avances que vi.
Era otra Perrera Arte y otro Parque de los Reyes, muy distinto al que conocí en mis primeras visitas al lugar, cuando no era raro toparse al llegar con muchachos ejerciendo el comercio sexual vestidos de mujer o verdaderas tribus de niños y adultos saliendo como espectros con las primeras luces de la noche desde la llamada Caleta Bulnes, ahí abajo del puente homónimo, a no más de 100 metros del espacio cultural. Nunca olvidaré la imagen de una adolescente que amamantaba a su hijo en medio de la caminata sin rumbo del clan del río mientras en la otra mano llevaba la bolsa de neoprén de la cual aspiraba de rato en rato.
“Hubo que tener tesón y ser perseverante. Hacerse de un temple de acero para frenar las erróneas decisiones municipales y tener más que paciencia para soportar las políticas miserables de los gobiernos de turno y tomar a veces acciones radicales para sostener este mítico centro cultural independiente”, escucho decir a Antonio Becerro en la inauguración de la muestra de Yuri Núñez Izquierdo y los nuevos espacios de Perrera Arte.
Todos hemos cambiado en este tiempo. Algunos luchan por mantener en línea su cuerpo, por ocultar o hacer relucir las canas, pero no me sorprende la vehemencia de Becerro, que un día, mientras transitábamos por el barrio, que a principios de los 2000 era un sector oscuro y todavía industrial, hizo retorcerse de la risa a una amigo común, al indicarle que poco faltaba para que Avenida Balmaceda estuviera repleta de mesitas con la mejor oferta de pasteles y café para los habitantes del sector y los turistas. Veo los nuevos edificios que se han levantado frente a la Perrera y el público que llega a la exposición y no dejo de sentirme una adelantada a mi tiempo. Como si hubiese soñado lo que veo y lo que he dejado de ver.
“Proyectos como Perrera Arte siempre estarán en estado de alerta porque vivimos a la ofensiva proponiendo cambios y nuevas ideas frente a la conservadora, quieta y maquillada cultura chilena. Hace falta mucho más que el ninguneo y el poder para amedrentarnos”, insiste Becerro en su alocución mientras tomo nota con mi grabadora y paseo a mi hija por la galería. Ella es pequeña todavía, no entiende bien esto de que una Perrera se transformó en centro de arte y tampoco insisto en la explicación. Ya tendrá edad para comprenderlo, me digo a mí misma mientras escucho las voces preciosas de unos cantantes de ópera. “Son los nuevos integrantes de la Perrera, se llaman Lírica Disidente”, me cuenta otro antiguo miembro del centro cultural a quien asocio mejor con el rock y la música electrónica del pasado.
En gustos no hay nada escrito, reflexiono, cuando ya Becerro parece completar su discurso. “Nuestro principio y final es integrar activamente a la comunidad barrial a una cultura viva que deje de lado el discurso segregador y clasista del arte de este país. Es fundamental leer el entorno y el presente. Hoy cada metro cuadrado que recuperamos para la cultura ciudadana, es un metro cuadrado que le quitamos a la delincuencia y el descontrol social”, dice el artista visual, a quien tuve el gusto de afirmarle la escalera cuando pusimos los primeros focos de la Perrera argumentando que había que invitar a los vecinos y garantizar seguridades mínimas al calor de la luz.
Me retiro temprano de la inauguración -una se pone friolenta con la edad- y, al mirar de reojo hacia atrás con deseos de quedarme, veo que los más jóvenes recién llegan a la muestra. Ellos son de tiro largo, pienso, mientras mi hija me vuelve a preguntar qué era eso de la Perrera.