Pato Pimienta narra el día en que combos iban y venían en la Perrera
Por Pato Pimienta
A fines de 1999 nos encerramos en la Perrera por un par de años. Nos cobijamos como perros/gallos abuenándonos en un deambular cotidiano que nos permitía tener nuestra bodega en el fondo del primer piso. Éramos La Patogallina y estábamos anidando; éramos un montón de pollos nuevos que nos dejábamos crecer la cresta para convertirnos en buenos gallos de pelea.
En aquel tiempo, la Perrera ya era el Paseo Ahumada de los apetitosos de arte nuevo. Se paseaban pintores, escritores, poetas, performancistas, teatristas, bailarines, artistas del nuevo circo. Había que tener ganas y cojones para pararse en la Perrera y hacer algo. Paseaban a veces por nuestro lado, a veces por el otro.
Entraban, salían, se iban.
Y nosotros nos íbamos quedando.
Ahí forjamos una alianza con Becerro. Una nueva alianza. De las buenas.
Los domingos por la tarde abríamos los ventanales para hacer funciones populares pa’ la comunidad toda; pa’ esa gente que caminaba por el Parque de los Reyes. Era grato ver a un montón de guaguas, niños, señoras y viejos con los ojos asombrados ante el regalo inesperado que les daba ese pasear dominical. Ocupábamos todo, y cuando digo todo, es todo. Zanquéabamos en el techo de la Perrera. Corríamos por la tierra, sudábamos, nos ensuciábamos, mientras nuestros amigos instalaban fierros circenses y colgaban cuerdas y trapecios.
Estábamos llenos de energía y habíamos convertido la Perrera en una hermana grande, a la cual uno cuida con celo.
Por eso, tras una larga noche de música y teatro, nos peleamos para defenderla; nos peleamos con un grupo que nos quiso arruinar la fiesta.
Hubo palos, combos; una mocha memorable.
Saldo positivo: se fueron los insensatos.
Saldo negativo: uno de los nuestros quedó con medio dedo menos.
Eso no paró nuestro deseo de hacer fiestas únicas. Fiestas que se llenaban. Eran jornadas extenuantes de buena onda que nos permitían dar funciones de “A sangre e pato” a las 12 de la noche para un público sobrepasado por las ganas de ver nuestro delirante montaje. Corría la voz y llegaba mucha gente. Ya corría la voz por todos lados: “¡Hay que ver a La Patogallina!”. Y para verla había que ir a la Perrera. Y los que llegaban, luego de salir del asombro de descubrir la Perrera, también la iban haciendo suya.
Ahí llegó Hellen (hoy mujer, amante, compañera y madre de mis dos hijos).
¡¡Perrera cariñosa, me has dado más de lo que he pedido!!
Ahí con el tiempo comenzamos a pensar en un nuevo espectáculo.
Nos encerramos durante todo un invierno, ensayando entre el frío y la lluvia que se colaba por el techo. Y armamos nuestro nuevo montaje teatral llamado “El húsar de la muerte”.
De ahí, saltamos de la Perrera a Europa. Nuestras crecidas crestas daban su primer gran fruto; ya corríamos como buenos gallos.
Tiempo después nos fuimos al ex Hospital San José. Yo partí de La Patogallina a hacer mis cosas. Y ahí empezó otra historia.
Googlealo.
Hoy no me puedo pasear por el Parque de los Reyes sin hacer un catastro en la memoria. Hace muy poco, mientras animé los 20 años de la Perrera, me di cuenta que la Perrera está cargada de la intensidad que le han dado los que nos hemos paseado por entre sus fierros y cemento.
Esa noche me reencontré con varios de los que hemos pasado bajo su aperrado alero, algunos más gordos, con las primeras arrugas marcadas y una que otra bien asumida cana.
Talvez ya no se cuela la lluvia por el techo, talvez ya no es tan intenso el frío como hace años, talvez ahora luce pintada y hermosa.
Pero nadie le quita lo luchado, nadie le quita lo pintado, nadie le quita lo experimentado, nadie le quita lo bailado, nadie le quita lo agresivo, nadie le quita lo performático, nadie le quita lo Becerreado, nadie le quita lo aperrado.
Nadie le quita nada a la Perrera, porque lo que fue ya es suyo.