Miguel Lawner: “La prisión en isla Dawson me transformó en un cuadro más político”

Por Héctor Muñoz

“Cada dibujo tiene una historia”, sentencia Miguel Lawner Steiman al momento de acordar una entrevista para conversar sobre las obras que, generosamente, ha decidido donar a la colección del Centro Experimental Perrera Arte en el marco de la celebración de los 26 años de vida independiente de la factoría del Parque de los Reyes. Se trata de la litografía “Residencia en la Tierra”, del pintor y grabador Nemesio Antúnez (1918-1993) y fotografías de dos de los dibujos que el propio Premio Nacional de Arquitectura 2019 realizó durante su reclusión en los campos de prisioneros políticos de isla Dawson en los meses inmediatamente posteriores al golpe de Estado de 1973.

Pese a un rebelde resfrío que lo tuvo complicado algunos días, a sus 93 años, Miguel Lawner está en la plenitud de su actividad intelectual, solo unos días antes de la entrevista sostuvo un conversatorio de alto vuelo con su colega y Premio Pritzker Alejandro Aravena, transmitido vía streaming por el Colegio de Arquitectos de Chile, y también afinaba un artículo solicitado por la misma entidad gremial, de la cual es asiduo colaborador.

“La litografía de Nemesio Antúnez tiene una historia bien bonita, en el sentido que contribuyó a financiar las actividades del recién formado Instituto de Ciencias Alejandro Lipschutz (Ical), que se transformó muy rápidamente en la primera trinchera cultural de resistencia a la dictadura”, dice Lawner. “Yo regresé a Chile el año 1984 en un marco de protestas que eran muy motivantes desde el punto de vista de la lucha contra el régimen militar. El Partido Comunista resolvió constituir el Ical, del cual yo fui su segundo presidente hasta 1990”, detalla.

-¿En qué momento aparece la litografía de Antúnez?

-En septiembre de 1984, con el objeto de financiar las primeras actividades del Ical, se organizó una comida en la que se sortearon algunos cuadros que donaron diversos artistas, como Antúnez, Guillermo Núñez, Pepe Balmes, la Gracia Barrios y otros. Eran obras de valor y, por lo tanto, por los números de la rifa había que pagar un buen sablazo. Y aunque parezca increíble, el pobre pelota que estaba organizando la cena, compró un número y se ganó el cuadro de Antúnez, que es el que hoy le he donado a la Perrera-, cuenta con humor Lawner.

-Usted conocía bastante a Antúnez, ¿recuerda alguna historia en particular con él?

-Sí, nosotros fuimos muy amigos. Hay una historia, pero no te la puedo contar. Como tú sabes él también era arquitecto.

-De veras, lo había olvidado. Vamos a sus propios dibujos, ¿en qué momento realiza su autorretrato en Dawson? ¿Al comienzo o al final de la reclusión?

-Ese dato es interesante, el autorretrato debe estar fechado en marzo de 1974. Mira tú lo que son las cosas. Nosotros ya habíamos realizado el trabajo de restauración de la iglesia de Puerto Harris, iniciativa que yo tomé al ver un templo que estaba abandonado hacía 40 años y que era muy meritorio desde el punto de vista patrimonial. Lo restauramos los propios prisioneros hasta que los marinos se cabrearon y nos pararon el carro. Pero igual se inauguró con presencia nuestra.

-Pese a las condiciones de reclusión en que estaban, usted igual reconoce esa restauración como una de sus obras más significativas.

-Así es, porque, cuando ingresamos a la iglesia, el piso era un chiquero lleno de lo que no te puedes imaginar. Eso había estado 40 años abandonado, había periódicos de 30 años atrás, excrementos de toda clase, en fin. Y también había pedazos de un espejo roto y a mí, no sé por qué, se me ocurrió guardar un trozo pequeñito, que lo llevé a la barraca y lo mantuve ahí. Eso debe haber sido en noviembre de 1973, cuando estábamos trabajando en una de nuestras primeras visitas. Una noche de marzo del 74, como te cuento, se me ocurrió dibujar a mi compañero de litera Hernán Soto, de quien me hice muy amigo y al cual solo conocí ahí en Dawson. Él había sido subsecretario de Minería en el gobierno de Allende y le tocó todo el proceso de nacionalización del cobre. Ese mismo día, tomé el pequeño espejo y, a la luz de una vela que colocábamos detrás de nuestras camas, me hice un autorretrato. En realidad fue una primera versión porque se la mostré a Hernán Soto, quien me dijo: “Mira, si Anita (Ana María Barrenechea, la esposa de Lawner) lo llega a ver, se va a poner a llorar. Así que trata, por lo menos, de hacerte otro sin esa cara de huevón abrumado”. Esa fue la expresión que usó.

-Y usted le hizo caso.

-Claro, ahí realicé una nuevo versión que quedó harto mejorada, llamémoslo así. A esas alturas, desde que logré lápiz y papel a raíz de la restauración de la iglesia y empecé a dibujar, yo había hecho 19 dibujos, que los tenían todos fondeados por aquí y por allá en algún lugar de la barraca, sin tener claro qué íbamos a hacer con ellos algún día.

-¿Cómo logran sacar los dibujos del campo de prisioneros?

-Ocurre que, al día siguiente que hice el autorretrato, una delegación de parlamentarios socialdemócratas alemanes pidió autorización para entrar a la isla y entrevistarse con sus colegas del Partido Radical, que eran miembros de la socialdemocracia en ese momento. Y efectivamente los dejaron entrar. Me acuerdo que estábamos todos en la barraca, debe haber sido un día domingo, como a las cinco y algo de la tarde. Nosotros de eso no teníamos idea. Pero llega un guardia a la barraca y empieza a decir: “Hugo Miranda, Aníbal Palma, Carlos González Abarzúa… todos a la Comandancia”. El resto quedamos todos intrigados ahí. La primera hipótesis fue, pucha, talvez los compañeros radicales se las han arreglado para salir en libertad.

-Y no era así.

-No. Al rato regresa Hugo Miranda a la barraca y nos dice: “Oye, aquí hay una delegación de parlamentarios alemanes que han venido a entrevistarse con nosotros, esta noche ellos regresan a Santiago y se van a encontrar con nuestras mujeres”. Hugo había sido senador hasta el golpe de Estado, estaba casado con Cecilia Bachelet, tía de Michelle Bachelet, y además lo habíamos elegido como nuestro delegado en Dawson. Entonces nos pregunta: “¿Alguien quiere enviar algo para sus compañeras?”. A mí no se me ocurrió, pero otro compañero dijo: “Oye, mandemos los dibujos de Miguel”.  Y los empezamos a buscar por aquí y por allá. La realidad es que los teníamos tan fondeados que costó hallarlos. Yo había hecho 20 dibujos, pero hay uno que no pudimos encontrar hasta el día de hoy. Está desaparecido. Hugo se los metió debajo de la parka, regresó a donde estaban los parlamentarios y, a pesar que el comandante estaba ahí con la oreja parada, de alguna manera se las arregló para pasárselos a los alemanes y, en la misma noche, se los entregaron a nuestras compañeras.

-Debe haber sido fuerte para ellas verlos en ese momento tan violento que vivía el país.

-La Cecilia se dio cuenta de inmediato de lo que se trataba y, en la misma noche, llamó a algunas de las compañeras y les dijo: “Por qué no se vienen mañana a tomar desayuno conmigo”. Y ahí, cuando llegaron en la mañana, incluida mi compañera, Anita María, se encontraron con que la Cecilia había tendido arriba de su cama todos los dibujos que yo había hecho. Para qué te digo el impacto. La mujer de Daniel Vergara, cuyo retrato me quedó bastante bien, estaba sorprendida. Ahí mi señora se encontró con los dibujos y, naturalmente, ella los recogió. Estaban todas muy impactadas porque, a pesar que yo no había practicado el dibujo humano, solo el dibujo propio de los arquitectos, los retratos quedaron bastante parecidos. La verdad es que descubrí ese talento especial estando preso. No son obras de arte, pero la reproducción de cada uno de los compañeros es más o menos fiel y todo el mundo los reconoce claramente. O sea, al menos los dibujos tuvieron ese mérito.

-La otra obra que usted donó a la colección Perrera Arte es “De regreso con la leña”. ¿Por qué ese dibujo en particular?

-Porque esa era la faena que nosotros teníamos que hacer cotidianamente. Cuando se construyeron las barracas donde estábamos no quedaron terminadas, quedaron sin revestimiento interior, sin aislamiento ninguno y tampoco tenían cielo. Eran unas barracas de madera con un revestimiento exterior de cholguán de cinco milímetros y encima, a raíz del clima en Punta Arenas, le habían puesto unas placas de acero galvanizado. Por lo tanto, ahí era absolutamente invivible y en las noches teníamos una gran estufa al centro, que no sé por qué los compañeros le pusieron La Calandria, que había que tenerla alimentada con leña toda la noche. Teníamos que hacer turno porque, si en cinco minutos se apagaba la estufa, toda la barraca despertaba congelada. En consecuencia, la faena de transportar leña diariamente desde un bosque cercano a la barraca era una tarea fundamental de la cual dependía nuestra sobrevida. Por eso la incluí, porque fue una de las tareas pesadas que teníamos la obligación de hacer diariamente porque, si no, moríamos congelados.

-¿La prisión en isla Dawson es el momento más duro de su vida o hay otro episodio parecido?

-Indudablemente que, por lejos, es la situación más dramática e impactante que he experimentado por múltiples motivos. Además también me cambió la vida, porque antes de llegar a isla Dawson, si bien había sido un profesional progresista, militante, que había participado en las cuatro campañas de Allende, yo era fundamentalmente un arquitecto. Nunca acepté ninguna responsabilidad política, tuve una oficina profesional bastante exitosa, junto con Anita María y otros socios, pero debo decir que Dawson me hizo más un cuadro político. No es que lo hubiera buscado, pero, cuando salí de Dawson, empecé a jugar otro rol en el exilio. Con la solidaridad internacional, con mis dibujos expuestos por todos lados, se dio vuelta un poco la tortilla y me transformé en un cuadro político. Seguí siendo también un profesional, pero más político. Y eso hasta el día de hoy.