La tarde que Grillo Mujica persiguió como un groupie a Julio Cortázar
Por Gustavo Grillo Mujica
Al Lágrima de Cocodrilo me lo encuentro en el Boulevar Saint Michel, al ladito de la pileta, frente al Sena. A Ariel lo motejó así la camarilla autodenominada “Comité gracias a la Junta que he viajado tanto”. Ni les digo quienes conformaban esta sarcástica camarilla de artistas chilenos, casi todos ahora consagrados.
Él andaba buquineando, escarbando libros de ocasión en los stands en las orillas del Sena, en el centro de París, ese territorio que nunca ha superado la nostalgia sesentaiochiana. Ariel Dorfman ya lo logró como escritor de exportación, lo que le valió ser estigmatizado como un “profesional de las becas” en “El Mercurio” por Jorge Edwards. No sé por qué ciertos autores y artistas se “pisan la manguera entre bomberos” (dixit Raúl Ruiz).
Dorfman me transmite de un tal Comité Defensa de la Cultura, del que evidentemente yo pasaba a formar parte en ese preciso y precioso instante. El inaugural comité se reunía próximamente con intelectuales franceses para analizar un qué hacer. Respecto a Pinochet, evidentemente. Para que sepan, dicho comité y su patudo nombre eran una copia de la experiencia antifascista que inventó André Malraux durante la guerra civil española. El anzuelo del evento para los intelectuales latinoamericanos y franceses solidarios era la asistencia de Julio Cortázar, el nexo natural en tanto que escritor más parisino que argentino. El prestigio de Cortázar, suerte de pater familia de la colonia exilada en Francia, le daba relevancia y glamour al encuentro.
Yo andaba con caña, “ángel en mal estado” (dixit Roque Dalton), aterrizando de una juerga, celebración del logro de haber terminado la pintura brocha gorda de un departamento en el barrio judío del Le Marais. Talvez me sentí importante por esa invitación de Dorfman, entonces registré el asunto en mi meollo, aún con una resaca incómoda. Me cegaba el sol primaveral parisino.
Confieso que fui al encuentro con el objetivo de pasarle un libro artesanal a Cortázar. El libro “Deatráspicaelindio”, ilustrado por los pintores Germán Arestizábal, Sotelo e Irene Domínguez, es una suerte de collage o antología poética a partir de nuestras nostalgias de exiliados. En principio fue un encargo de amigos franceses que nos pidieron “un paisaje poético de Chile”.
Seguramente nos demoramos mucho en este encargo, posiblemente financiado, pero los intentos de traducirlo fueron imposibles. La auténtica identidad es intraducible, algo así dijo Salman Rushdie. Igual, como nos adelantaron una cosita poca de adelanto, con el pintor Arestizábal seguimos de largo y este caro empeño finalmente logré imprimirlo en un mimeógrafo que compré por mil francos a unos anarquistas de La Villette, periferia proletaria de París. Hice a mano siete ejemplares como acordeón, es decir pegando las hojas una a una por sus bordes, con scotch, pues en ese mimeógrafo no me atreví a imprimir tiro-retiro. Quedó como ciertos libros chinos, pero evidentemente muy artesa. Al menos uno de estos ejemplares llegó a Cortázar, otro a Yerashin Luca, poeta de miedo, el último surrealista, al que consideré mi maestro. Ese libro acordeón lo agarró mi cumpa actorazo Sergio Hernández, y otro fue destinado a Raúl Ruiz, en los instantes que filmaba “Diálogos de exilados”. Tengo un ejemplar que me he negado a reeditar pues lo encuentro horroroso, aun cuando fue mi segunda poética colectiva, y en una de las pocas reseñas del académico X, en una publicación en Venezuela, lo pone al lado de la “Nueva novela”, de Juan Luis Martínez, en el sentido de obra intertextual, en donde la autoría es ambigua, una poética como una combinatoria de citas.
Asistir a esa reunión que les dije además tenía como objetivo pedirle a Cortázar un texto inédito para una revista que se cogitaba en esa época. El poeta Lawrence Ferlinghetti, que en unas copas y pitos por el barrio Le Halles me había nombrado editor en español de una revista trilingüe de su mentada editorial City Lights Booksellers & Publishers, iniciativa cosmopolita de los beatnik, o generación beat, que Ferlinghetti (en la foto que sigue) quería expandir desde París. Yo solamente tenía que lograr conseguir un inédito del Gran Cronopio. La editorial de los beatnik lo quería. Así como ellos le dieron pelota a Nica Parra, quizás por ser algo traducible al inglés.
En fin, tenía dos pretextos para asistir al encuentro franco latinoamericano. Los dos objetivos apuntaban a Cortázar.
No recuerdo exactamente el lugar del encuentro, creo que era cerca de la Place d’Italie. Llegué un poco tarde, salvándome de unos cuantos discursos.
El Páter Cronopio, muy sobresaliente por su porte acromegálico, estaba inabordable, evidentemente incómodo, rodeado de unos seis personajes. Recuerdo dos señoras gordas por lo gordas. Todos le hablaban al mismo tiempo. Al acecho pensé, esto es idiota, mejor llamo a un cronopio amigo, muy cercano de Cortázar, le pido el teléfono privado de mi admirado patafísico, lo arribo privadamente y ya. Pero, como fan tozudo, seguí al acecho sapeando el momento preciso de entregarle nuestro sacrificado libro lo más discretamente posible.
Para que les digo, me creí un “correo” de alguna novela de John le Carré que tuviera que sí o que sí entregar una información clave para ganar la guerra. Entonces, en un segundo clave en que se produjo una brecha, por causa de una exquisita francesa que repartía vino, los sedientos intelectuales franceses y latinoamericanos deshicieron la cortina de hierro. Cortázar, con cara de alivio, se ve un segundo solo. Allí lo abordé, aplicando la técnica del “hombre transparente”, que consiste en confundirse con los muebles o el entorno cósico, ser nadie. Me acerqué como un felino opaco borgiano. Ciertamente le dije atropelladamente alguna idiotez. Me miró a los ojos e imagino ahora que captó a un petit cronopio. Yo estaba más conciente de su dolor personal que del encuentro inaugural del Comité de Defensa de la Cultura. Alcancé a entregarle el libro “Deatráspicaelindio”.
Lo empezaron a rodear de nuevo. Un profesor narigón argentino me pega un codazo en las costillas para desplazarme. Me replegué de la manada políticamente correcta. Me retiré del lugar como vine, como el “hombre transparente”. Aparte del poeta Waldo Rojas, que me encantó que llegara con su famoso quiltro chileno, el Chuma, exportado a Francia. Aparte de ser cómplices tácitos, chocamos nuestras copas, no vi a nadie que me interesara ni se interesara en mí. No había cronopios, quizás alguno debajo de una mesa u otro escondido en un jarrón. Había solo ex cronopios mutados en famas. No los juzgo.
El crepúsculo de ese circo me obligó retirarme adelantado. Me demoré en descubrir el Metro. Había cumplido mi objetivo a medias. Se me había olvidado, o no me había atrevido, a pedirle a Julio Cortázar un poema inédito para el proyecto de revista trilingüe de City Lights, del chivo Ferlinghetti.
Bajé al Metro. En eso craneé trampear, confieso, ofrecerle a Ferlinghetti una traducción que tenía bajo el poncho de un poema aleatorio de Cortázar, ya editado, apostando que el poeta gringo no lo conociera. Yo estaba informado que el Gran Cronopio asumía a medias sus poemas, como varios narradores cototudos, excepto Borges.
¿A quién no le vacilaría la posibilidad de ser el editor sudaca de City Lights en París?
Ya en el andén, un silencio sepulcral me interrumpió. No era tan tarde, estaba anocheciendo arriba. El Metro no tenía ruido. El subterráneo estaba vacío. Asunto raro para un idiota día creo que lunes. A esta hora crepuscular es normal que nuestra raza himenóptera se apresure por los subterráneos con un movimiento perenne y un civismo gris. Ahora no existía vida en el Metro. O quizás en esta estación no subían los asalariados. Me abrazó un frío.
Andaba con mis anteojos para lejos, que no necesito para el computador. Entonces en el Metro absolutamente silencioso y vacío atisbo otra persona a unos treinta metros. Con el instinto atávico de los pájaros, me acerco a mi semejante. Somos los solos dos únicos seres humanos en este Metro surrealista, esperando que llegaran los carros. A medida que me acerco a la silueta, enfoco un abrigo largo, a un tipo corpulento. Naturalmente me mira. Era Julio Cortázar.
Recuerdo que saqué cuentas. ¿Cómo? Si lo dejé absolutamente sitiado. ¿Cómo se escapó? Soy testigo que lo vi muy requerido. ¿Cómo llegó aquí antes que yo? Me tinca que Che Cortázar tenía previsto escapes, túneles, salidas secretas de otras dimensiones, que le permitían desplazarse por vías patafísicas, arrancarse de compromisos latosos. Seguro que tuvo un secreto que se llevó al cementerio de Montparnasse.
Supuse que me tenía en su entrenada retina hace rato. No me atreví a preguntarle cómo se había escapado de la inauguración del Comité de Defensa de la Cultura. Sospecho que también conocía la técnica japonesa del “hombre transparente”, que lo más cercano en el ámbito guerrero o de sobrevivencia es el camouflage. Tenía mi libro bajo el brazo. Le conté que aquel era un libro colectivo de artistas chilenos. En los minutos de espera del Metro, gentil lo ojeó. Con su ojo clínico se detiene en la página de un poema futbolístico. Ubica perfectamente al Colo Colo. Algo le comento del vicecampeonatismo crónico de los chilenos. En eso llega el tren. El ruido de sus frenos me tranquiliza.
El carro también iba medio vacío. Nos sentamos naturalmente juntos. Me bajó una timidez idiota. Igual le pregunté qué le parecía el mentado Comité de Defensa de la Cultura. Me respondió que intentaba después de años que la colonia latinoamericana en París hiciera causa común.
En el asiento a la espalda de nosotros iba un niño con su madre. No recuerdo la edad, pero tenía esa molestosa energía de pendejo hiperkinético, y nos interrumpió. Parado en el asiento y sapeando hacia nosotros, le llegaba exactamente a la altura de la nuca a Cortázar. Seguramente impresionado por su porte, le golpea la espalda como quien golpea una puerta y le pregunta de sopetón:
–Qui est tu?
El grandulón se da vuelta y con una sonrisa le responde:
–Moi?… Je suis Julio.
En mi fuero interno me dije, pendejo de mierda. Giro la cabeza buscando la mirada de su madre para que le parara el carro. Ella solo mira al chiquillo y le sonríe a Cortázar. El niño me aguaba el encuentro.
Presencié algo así como el siguiente pimpón, en francés evidentemente:
-¿Qué haces tú?
-¿Yo? Yo soy escritor.
-¿Por qué?
-Porque me gusta escribir.
-¿Por qué?
-Porque aprendí a escribir.
A estas alturas de la entrevista, la madre, típica francesa de suburbio, se cubrió con recato la boca y se rió como una laucha de la patudez de su nene.
Se calmó mi emputecimiento por la interrupción del cabro de mierda por la sospecha, después la certeza, de que el niño me representaba, era yo. Hacía preguntas que habría hecho si me hubiese atrevido.
Coincidimos bajándonos con Julio Cortázar en la estación Chatelet. Como volviendo a la dimensión de la realidad real, los subterráneos de esta estación neurálgica tenían un tránsito normal de ciudadanos(as) grises volviendo a casa, un par de vietnamitas tocando violín, una diosa barroca que pasa soplada en patines.
Me despedí del escritor. Grabé en mi meollo, el “hasta siempre” que me dijo.
Fotografías: Archivo Gustavo Mujica y Katherine Vergara
Ilustración: «Deatráspicaelindio», de Germán Arestizábal