La piedra de la locura: a propósito del montaje “Hamlet en la nave de los locos”

Por Karla Güettner (*)

Vidas singulares convertidas por oscuros azares en extraños poemas.
Michel Foucault

Un hombre desolla un animal.

Desgarra la piel de la carne.

Cubre su piel con la piel del animal.

Se vuelve animal para cazar al animal.

«La vida, en sus comienzos, debe imitar la materia para ser únicamente posible. Una fuerza no sobrevivirá, si antes no tomase en préstamo la faz de las fuerzas precedentes contra las que lucha» (Deleuze). Tal es la operación que el teatro expone públicamente -encubriéndola o evidenciándola-. Voluntad falsificadora, voluntad de ficción que eleva lo falso a la mayor potencia afirmativa para santificar la mentira; como lo evidenciara Shakespeare en Hamlet, donde a partir de la potencia verificadora del teatro y de intensificación del pathos, se saca de mentira, verdad.

Teatro, expresión pública portadora del sentido del sinsentido; desde sus orígenes trágicos es el grito que el macho cabrío bala a la polis conmemorando el fratricidio sobre el que la comunidad está fundada.

«Mi herida existía antes que yo; he nacido para encarnarla» (Bousquet).

Escribir es tomar posición en la lengua. Lo verdadero no es el elemento inherente al pensamiento, sino el sentido y el valor. El pensamiento no se juzga según las categorías bueno / malo, sino según lo alto y lo bajo, lo abyecto y lo noble, es decir, según las fuerzas que se apoderan de un cuerpo (Deleuze).

«[a] un mundo que tanto de día como de noche, y cada vez más, come lo incomible» (Artaud).

Un auténtico alienado es un hombre que prefiere volverse loco antes que traicionar una idea superior de vida. Se encierra a quienes se teme, a los que se han rehusado a ser cómplices de tanta porquería. Quieren impedir que exprese ciertas verdades insoportables (Artaud). Nadie quiere escucharlo, nadie ve ninguna verdad ahí, solo sinsentido. Es la mascarada del poder que envilece la vida signando la marca de la impotencia. Es ante una escena abyecta, intragable, contra la que la locura se rebela, es en el momento en el que acontece la mentira, la negación, la ignominia.

En la locura hay un quiebre, un estallido de la superficie por un exceso de afecto, por no tragar lo intragable. El desgarro se produce ante una escena que degrada la vida, ante el hambre, la violación, la masacre sistemática, la tortura, la mentira.

Víctor dice, «somos cinco mil en el Estadio», y seis mil fueron los detenidos en París durante el Gran Encierro. Definitivamente ellos llevan a cabo su plan con precisión artera, con la racionalidad propia de la gran máquina paranoica.

En la herida está la cura, se crecen los ánimos, se fortalece la fuerza amansando la herida lentamente. Todas las terapéuticas infectan la herida; no la amansan, no la curan. Al patologizar la locura, al confundirla con la noción de enfermedad, ella queda reducida a una positividad y, con ella, la posibilidad de reconocernos en la experiencia de la alteridad radical. En un momento de la historia, en la baja Edad Media, la locura expresaba la verdad del hombre, la verdad de la humanidad. El loco exponía la locura y el paroxismo del mundo. Desde los albores de la modernidad la han localizado en un espacio neutro, anulándola. Somos sordos ante esas voces que parecen venir desde otros lugares, hemos perdido la relación con los oráculos, con los enigmas. De esa locura alegórica, plena de signos y significaciones, solo queda la reclusión, la medicación y la coerción. La acción ha sido borrar el rostro de la locura, pero ella retornará insistentemente porque el hombre no puede borrar la relación con sus fantasmas, con los desgarros que producen espectros. La locura comparece para dar testimonio en los lugares donde se ha ejercido la afrenta como la marca de la infamia, no la infamia del loco sino la del hombre. Con su misteriosa fascinación, ha sido borrada bajo la aséptica forma de la enfermedad. Dejamos de oír la verdad lejana, el sol negro de la locura. Al perder esta relación se deja de experimentar el peligro y nuestra verdad más próxima. La humanidad ha vuelto la espalda al misterio de la obra de arte viviente. Un umbral se ha cerrado.

«El teatro de la crueldad debe nacer borrando el nombre del hombre» (Artaud).

«El teatro debería ser lo que el teatro no es» (Pasolini).

Uno de los motivos del arte y del pensamiento es una cierta vergüenza de ser un hombre. La vergiienza del sobreviviente. La pregunta es: ¿cuánto he tenido que consentir y transigir para sobrevivir? Es por este afecto que el arte apuesta por liberar la vida que el hombre ha denigrado, la vida reducida a impotencia. La vergüenza surge de un sentimiento de profunda injusticia ante la que cotidianamente callamos. Vamos por la vida agachando la cabeza en la fila, vamos como ovejas resignadas al matadero. Ante este hecho concreto, el arte intensifica la vida, la exalta, dice las verdades verdaderas, ficciona, falsifica, porque sabe que la vida, tal y como la conocemos, está cimentada en un embuste urdido con apariencia de verdad. Voluntad de tratar al mundo como apariencia, como si este fuera lo que no es, una voluntad de negación, de separación. No existe una verdad ulterior, un más allá sin contradicción. Liberar la vida de las cárceles del hombre, escribir en el lugar del animal. Quebrar la superficie para entrar en la profundidad de lo abierto y caer en lo alto. No hay arte que no sea una liberación de las potencias de la vida. Ensayar una y otra vez nuevas posibilidades. El teatro no imita, transfigura. El teatro tiene que ser el doble no de la realidad cotidiana y directa, sino de otra realidad peligrosa que traba una relación esencial con la vida intensamente negada y proscrita. Se trata de despertar profundos e intensos afectos que hagan caer las máscaras despertando imágenes dormidas, imágenes inflamatorias que revelen a la comunidad su oscuro deseo (Artaud). La tarea es sacudir la enorme inercia, complacencia y conformidad que se han apoderado de nosotros. Es preciso disolver la pertenencia entre locura y enfermedad mental para descubrir nuevamente esa extraña vecindad entre locura y literatura. Escribo y deliro, me vuelvo extraña en la lengua. Crear una lengua extranjera dentro de la propia lengua, es lo que hacen las obras maestras. El loco como obra de arte viviente, crea una lengua menor dentro de una lengua mayor. Crece el desierto; el desierto crece, muchacha (Pizarro). Producciones delirantes. No se escribe ni delira sobre mamá y papá (Deleuze) sino que se delira un mundo, se agencia un mundo, se figura mundo, se realiza mundo.

Queremos saber de locura pero el saber médico nada sabe de ella. Hace como que sabe, una presunción del saber que ejerce poder y despotencia los cuerpos delirantes. En el discurso del loco, del psicótico, del alienado, del lunático, del melancólico, del maníaco ¿hay sentido o solo sinsentido? Pensemos que sentido es la fuerza que se apodera de un cuerpo, las fuerzas que toman posesión y hablan a través de él. El loco habla con los divinos, tiene comunicación directa con los dioses. El habla de los locos es una lengua menor que socava y taladra la arquitectónica de la verdad urdida por la lengua mayor. En nombre de esta lengua mayor se ha buscado aplastar y silenciar las lenguas negras de la locura. El loco, después de la experiencia psiquiátrica extrema del apaciguamiento del delirio por la fuerza, queda mudo. Al loco se le ha expropiado su cura, el delirio. El saber del delirio ya no está en el propio loco sino que el delirio ahora es reticulado, categorizado, segmentado, elidido en un diagnóstico que nombra, que sella y sepulta de ahora y para siempre la verdad del loco, aquella verdad que en otro tiempo portaba una conciencia trágica, entendiendo que no se delira sobre mamá y papá, sino que se delira sobre el cosmos, el mundo, la historia, la geografía, las tribus, las guerras, la técnica, los desiertos, las desapariciones, las razas, los pueblos. El delirio es cósmico, se delira sobre el fin del mundo, se delira sobre las partículas, sobre el origen del mundo, no sobre papá y mamá.

Es necesario recuperar la noción de viaje y no de enfermedad.

La locura es la contradicción inmediata a lo que se supone idéntico. Figura insistente y terrible. La locura, el infierno gélido. La nave de los locos, extraño barco que navega ebrio. Sus tripulantes son héroes imaginarios, se trata de modelos éticos o tipos sociales que se embarcan en un gran viaje simbólico. Flota imaginaria. Navíos de peregrinación que conducen a los locos en busca de razón. La tripulación con sus tipos compone un reparto ritual. Abandonados a su suerte, arrojados al azar, a lo abierto de los mares del desierto. Hacia el otro mundo es hacia donde van y del otro mundo es de donde vienen. Geografía real e imaginaria. La locura opera en el centro mismo de la verdad (Foucault). Ya no dice las verdades cósmicas sino que se torna una amenaza desde el interior mismo de la razón. Ahora el loco parece comunicarnos del vacío, es la mueca vacua de la muerte, el otrora sinsentido portador de sentido. Hoy no es más que el sinsentido por el sinsentido. Un simple error, una falla, un error de sistema que nos notifica que como humanidad ya estamos muertos, y que la calavera se trasluce en la figura del insensato.

A un mundo que de día y de noche come lo incomible respondemos con el arte como afirmación y exaltación de las fuerzas vivas, la vida como obra de arte es nuestra única posibilidad. En palabras de Rilke:

Las cosas no son para ser dichas o entendidas en su totalidad, como quisieran hacérnoslo creer. Casi todo lo que ocurre es inexpresable y se cumple en una región donde jamás ha hollado palabra alguna. Y más inexpresables que nada son las obras de arte, esas entidades secretas en las que la vida no termina y que superan la nuestra, que pasa.

(*) Karla Güettner es actriz y ensayista. Este texto lo escribió a propósito del montaje “Hamlet en la nave de los locos”, que dirigió en 2016 en la Biblioteca de Santiago en el marco del proyecto Arte en la Psicosis. El elenco estuvo íntegramente formado por personas diagnosticadas con esquizofrenia por el sistema de salud oficial: Fabio Castillo, Teresita Díaz, Andrés Ilabaca, Jorge Langhaus, Erich Loewenstein y Alejandro Pizarro, quien interpretaba la Sombra del rey Hamlet y que murió pocos meses después de la presentación. El montaje contó con la asistencia técnica de Jorge Fuentes y este ensayo fue escrito a partir de una invitación formulada a su autora por la Asociación Lacaniana de Psicoanálisis y publicado originalmente en el número 2 de la revista Agalma.