Jorge Baradit: “Me interesa reivindicar ciertos valores de la masculinidad”

Texto y fotos de Camila Sánchez Andueza

La guerra interior es un conjunto de historias que nacen en el espacio ubicado más allá de lo recóndito y que florecen con el tiempo presente en Chile. El portavoz de estos 22 relatos es Jorge Baradit, un escritor de 47 años que se fue de cacería, arrimó a varias de sus presas y luego armó una colección que tiene voluntad de zoológico monstruoso.

-¿Usted cree que el ser humano chileno ya se olvidó de sí mismo?

-Lo que yo pienso es que todavía no hemos construido un yo. La edificación de lo chileno -hablo del mestizaje, no del alemán y tampoco del mapuche-, es una identidad en working progress. El temor a la disolución tiene que ver justamente con eso, que lo que hoy nos sostiene como identidad es tremendamente precario y esta precariedad desemboca, en mi caso al menos, en el temor que los pocos puntos sobre los que nos equilibramos puedan ir desvaneciéndose a modo de una especie de Alzheimer nacional. Va a ser muy difícil constituirnos en algo si no recurrimos, recogemos y capturamos lo más importante para tener identidad: la memoria.

-En el cuento “Metro”, existe un personaje bastante obsesionado por querer anotarlo todo para que nada se le olvide. ¿Qué pasa con el presente?

-Sucede que el presente está construido con el pasado reciente: el presente es el surfista en una ola de pasado y, si no conocemos bien esa ola, nos vamos a caer y no vamos a surfear. Tengo la impresión que primero hay que entender bien de dónde uno viene, pero, literalmente, no tenemos idea del lugar en el que estamos parados. Es importante que haya un conocimiento histórico, territorial y familiar. Me encanta que la gente ya no tenga temor ni vergüenza de reconocer que su mamá es empleada doméstica, que su abuelo es minero, que su nombre es indígena. Antes eran cuestiones que se escondían y hoy en día se está orgulloso de aquello. Eso es memoria, eso es asumir lo que te hace ser.

-¿Tenemos miedo a olvidar?

-Yo creo que queremos olvidar. Queremos dejar en el pasado el trauma en vez de enfrentarlo, de mejorarlo. El olvido tiene dos vías: está esa gana de no perder las cosas, hay un afán de sobre registro -tomamos cien fotos de lo mismo, vamos al recital y, en vez de verlo, lo filmamos-, pero por una cuestión de orden superficial, emotivo, de los placeres; sin embargo, con respecto a los traumas, a los dolores, a las obligaciones y a los deberes hay deseo de meterlos debajo de la alfombra. Estimo que tiene que ver con el espíritu de los tiempos: esta es una era en la que se prefiere pasarlo bien a tener que enfrentar responsabilidades. Recuerdo que el año pasado, en una marcha por la educación, en un acto colectivo de pedir calidad y gratuidad, en medio de la masa escuché decir a un chico universitario: “¡Qué paja!, ahora tenemos clases”.

-¿La gente de verdad quiere cambiar los pilares del poder?

-En eso he visto dos líneas: hay gente que realmente sale a la calle a pedir más colaboración, más sentido comunitario, que sale a enfrentar el poder desde un punto de vista cooperativo. Pero también hay gente que exige su parte de la torta nomás. Hay una lógica enquistada en la sociedad durante la dictadura y ésta es egoísta: es un cáncer que está más adentro de nuestros huesos de lo que pensamos.

-¿Cómo le queda a usted, como escritor y como persona, este delirio o esta esquizofrenia que es el doble estándar del chileno?

-Entiendo que por doble estándar te refieres a esa característica de nuestra sociedad de mostrar una cara o una actitud pública versus unas reflexiones privadas a veces completamente opuestas.

-Digamos que sí.

-Eso no me parece del todo mal. No soy partidario de la absoluta honestidad ni de la completa transparencia: hay dimensiones de lo privado que es fundamental mantenerlas en ese estado; hay conversaciones y reflexiones que necesitan esa tranquilidad y esa seguridad de lo privado para desenvolverse con plena libertad antes de madurar un contenido y poder ofrecerlo públicamente. Hay mucho autoflagelamiento con respecto al doble estándar del chileno. Es parte de nuestra cultura y, como cualquier característica, es buena y mala a la vez.

Hubo un momento en que estaba leyendo “Time War Lluscuma” y comencé a dormitar. Ya pasaba de la medianoche y me encontraba entre esta realidad y quizás cuántas otras más. De pronto, desperté de golpe y comencé a sentir que estaba temblando. Me detuve. Observé. Intenté ser consciente de mi cuerpo y su funcionamiento, quería estar segura de que aquella sacudida se encontraba fuera y no adentro de mí. Sentí que el edificio se movía, el piso siete se movía y me levanté corriendo a ver si la lámpara colgante del comedor también se movía. Pero no, solo fue una dosis de adrenalina que se propagó por mis venas en ese drástico abrir de los párpados. No fue aquella bomba que explotó en el centro de Santiago, no fue el fin del mundo ni una invasión de vampiros y extraterrestres. Solo fue la química haciendo de las suyas.

-Antes del final, ¿qué haría usted con Santiago?

-A Santiago le regalaría la mitología que no tiene. No creo en Santiasco, más bien es una ciudad muy linda, llena de riquezas y de gente muy bella. A Santiago le pasan dos cosas: la contaminación y sus problemas viales, entonces hay lugares preciosos que son inaccesibles y cruzar la ciudad es un infierno. Da la impresión que este sitio es invivible, cuando, en realidad, es intransitable. No son sinónimos. Yo a Santiago lo reencantaría en el sentido de recuperar sus espíritus y sus demonios. Lo volvería a convertir en algo sacro.

-En el libro se habla de globalización, de la llegada del neoliberalismo a Chile en los años 70. ¿Se puede rescatar algo positivo de este sistema de mercado?

-Es algo que está en discusión, a mí no me gustan los totalitarismos, sino más bien la representatividad. Me interesa la colaboración, el cooperativismo, la solidaridad. Más que un modelo de gobierno en particular, me gustaría una sociedad que estuviera construida sobre esa base: que no nos importe que nos saquen un poquitito más de impuestos si esos impuestos van en favor de que la gente estudie, de que la gente pueda acceder a la salud. Una sociedad donde no exista capitalización individual de nada, sino que avancemos en ese ideal de república original. Yo soy un republicano, entonces me interesa esa imagen de una comunidad que se unió para trabajar por todos.

Junto con el equipo de la editorial Pengüin Random House, Baradit llevó a cabo un trabajo audiovisual en la Perrera Arte con el fin de promocionar su más reciente creación. Aquel día el escritor se encontraba con su familia y su hijo se asombraba al verlo manipular una catana.

“Me interesa reivindicar ciertos valores de la masculinidad, asociado a expresiones de fuerza, resistencia y voluntad, que también se encuentran en la cultura japonesa”, explica Baradit. “Esa catana tiene que ver con el mundo del bushido, del honor, del deber, cuestiones que yo rescato no desde lo militar, sino desde el espíritu de lo marcial, que para mí tiene mucho que decirle a la sociedad actual”, agrega.

-¿Cómo qué?

-Yo no tengo ninguna relación con el machismo, pero sí creo que hay una discusión sobre lo que significa la masculinidad que tiene que plantearse de manera urgente. Lo femenino ha tenido un proceso de crecimiento tremendo durante el siglo XX: de ser mascotas interdictas que dependían exclusivamente del marido, a ir a la universidad, dirigir países y ser un igual, que es el ideal. Pero en ese proceso no he visto una situación similar en el universo de lo masculino, no solo para adaptarse, sino para encontrar su propio sentido en este nuevo escenario.

-El cuento “Sobre los Selk’nam” plantea que el ser humano puede ser debilitado a través de la ocupación gesticular en aquellos planos de los cuales poco se sabe. ¿En qué momento nace ese relato?

-Recuerdo cuando chico haber estado hablando con alguien y esa persona de pronto me miró fijamente, movió la mano al frente de mi cara y después sonrió. Olvidé completamente todo lo que estaba diciendo, todo lo que había querido decir y descubrí que había hecho magia. Pero, claro, la magia también puede ser explicada de una manera sicológica: cuando alguien te mira fijamente algo pasa, te quedas cazado, luego viene un gesto y te preguntas qué tiene que ver eso último. De ahí comencé a cuestionarme qué tan efectivo puede ser eso. Es como la famosa historia de Pedro Lemebel: él estaba entrando a un restorán, Miguel Serrano estaba en una mesa un poco más allá y Lemebel contaba que él se sentó, empezó a balancearse en la silla y que, de pronto, Serrano lo miró fijamente a los ojos y le hizo un gesto con la mano: Lemebel se sacó la cresta.

-¿Cómo describiría el proceso de indagación en la profundidad de su ser?

-Es bien terrible. Primero viene la curiosidad por entender el mundo, después por entender tu país y, finalmente, por entenderte tú: ahí es donde queda la escoba, porque bajas a lugares muy oscuros y te enfrentas a bichos bastante peligrosos. El proceso de búsqueda es tremendo, te puede llevar a chocar contra ti mismo, te puede llevar a pozos de los que cuesta un mundo salir. Hace unos días, vi en una de las tantas fotografías publicadas en la red social WhatsApp una imagen con aquel escrito que el filósofo alemán Friedrich Nietzsche plasmó en su obra Más allá del bien y del mal: “Quien con monstruos lucha, cuide de no convertirse a su vez en monstruo. Cuando miras largo tiempo a un abismo, también éste mira dentro de ti”.

-¿Cuántas almas viven dentro de usted?

-No tengo idea, pero hay muchos bichos raros dando vueltas, hartos demonios y cabros chicos. Yo creo como en todos: cuando uno vive adentro de esta casa, mira por las ventanas y piensa, pero hay una puerta al sótano, el cual está lleno de todos nosotros, es decir, estás tú y hay otras personas. Hay asesinos, criminales, gurúes, demonios, bestias, santos, ángeles, estamos todos allá abajo.

-¿Usted cree que el deseo insaciable del ser humano logra envolverlo, hipnotizarlo y manipularlo, quitándole así el alma y dejándolo en un estado de limbo?

-A mí me encanta esa metáfora freudiana que es el deseo y el cuerpo como un caballo, y la mente como un jinete. Es fundamental tomar las riendas, pero cualquier persona que haya montado un caballo sabe que la mayor parte del tiempo él conoce hacia dónde hay que ir. Si tú quisieras guiar esa pasión en aquellos momentos en que el instinto se apodera de la situación, cometerías un grave error. Esto es como una danza entre dejarse llevar por las pasiones, pero impedir que éstas te maten: la mente como un seguro de vida.

-Finalmente, ¿es una guerra interior individual o es más bien una guerra exterior colectiva?

-Las dos cosas. Todos tenemos una guerra interior en todo. Tú vas caminando por la calle y cada quien lleva su propia lucha. Hay una guerra salvaje a veces, enfrentamientos cósmicos dentro de las personas. Nunca nada es individual del todo. Somos como islas, nos vemos como un archipiélago, pero en realidad por debajo estamos todos conectados y cualquier fenómeno nos afecta más o menos de manera común.