Enrique Winter: “La poesía domesticada no vende mucho más que la salvaje”

Por El Confesor

El poeta Enrique Winter (Santiago, 1982) está radicado en Valparaíso pero vuelve al menos una vez al mes a la capital porque necesita la trama cuadriculada de esta urbe interior, donde, según admite, se encuentran casi todas las contradicciones que le interesan. “Solo en las ciudades puedo tener parte de los diálogos interdisciplinarios que mi escritura requiere”, dice el escritor, quien acaba de darse un baño de masas en el escenario de la Perrera Arte, leyendo entre las presentaciones de Electrodomésticos y Nova Materia.

-Suele ser casi un lugar común sostener que la obra de arte, en este caso, la obra poética, se convierte en una gran obra porque de alguna manera intuye poderosas verdades de carácter metafísico. ¿Compartes esta opinión?

-Prefiero que nos liberemos de la dictadura del sentido, metafísico o no, dejándonos llevar por las sensaciones que nos detone el poema. De intuirse verdades, éstas se despliegan en el lector activo y no en la obra por sí sola, que registra apenas la búsqueda.

-¿Qué te asombra en estos días?

-Me asombran las reacciones clasistas y machistas a lo que ofrece la industria con las entrevistas a Luli y a la abogada de Caval en revista Paula, por ejemplo; la resiliencia de un niño que nos visita, la complicidad de amigas de hace años y los clásicos: todas las vocales presentes en Beauvoir; Mishima, González Vera entre los nuestros -narrativa social fragmentaria y punzante, autoficcional hace un siglo- y Platón, hace dos milenios, con su argumentación contra los poetas del libro X de La República, luego del ataque a los novelistas de Canetti en Auto de fe. Me asombra la reiteración de lo mismo y constituye también un refugio ante la ligereza de la inmediatez, a su exigencia de estar presentes.

-En conversaciones informales recuerdo opiniones que sostenían que la implantación del modelo capitalista neoliberal en nuestro país si bien no hirió de muerte a la poesía, al menos la domesticó bajo las lógicas del mercado. ¿Qué opinas al respecto?

-Me parece una exageración. El tránsito de la poesía que llenaba estadios -Neruda, Yevtushenko- a la que no llena ni una sala del curso electivo de la universidad es mundial. Podría argumentarse en contrario acerca de la creatividad que históricamente producen los momentos de opresión. El poeta ha dejado de ser un opinólogo y eso puede ser positivo, porque el poder de la palabra no se aviene con la palabra del poder. Si nos sinceramos, el mayor acceso a los bienes, entre ellos los libros, favorece el consumo -uso a propósito el término- de poesía. ¿Cuándo antes pudieron tantos editores vivir de las ventas y de los fondos públicos? El mercado no hirió a la poesía, porque la poesía domesticada no vende mucho más que la salvaje, por así decirlo.

-En una entrevista afirmaste lo siguiente sobre la poesía joven: “Lo que me preocupa del panorama joven es la respuesta tardía, hermética y especializada a una escritura que tuvo mayor recepción en aquellas generaciones mayores y en la prensa, vinculada a la sobrecarga del lenguaje, a lo barroco y a minorías sexuales o sociales, que a mi juicio tuvo su interés”. ¿Sigues manteniendo esa opinión?

-Lo dije oralmente hace cinco años, señalando que la academia estadounidense pide del tercer mundo esa protesta social sin una propuesta propia, como si acá no hubiera también una crisis de los mismos discursos herméticos que reaccionaron, por un lado, a la urgencia política de las censuras dictatoriales -herméticos para que no los entendiera el censor- y, por otro, a las urgencias estéticas de una poesía simplona que se hacía supuestamente para el entendimiento de las masas. El escenario ha cambiado desde entonces, hasta las películas comerciales y ganadoras de los Óscar tienen complejidades narrativas y de imágenes mayores que buena parte de la poesía actual, por lo que no hay necesidad de hermetismo y menos del discurso directo propio de la publicidad. Decía en esa entrevista que veía a la poesía chilena joven entre ese extremo de denuncia farragosa y otro de teorización relativamente tosca. Lo que cambió en estos cinco años fue que aparecieron propuestas que pudieron usar la música de unos y la reflexión de otros para algo más interesante políticamente. Con todo, me parece que aún no hay un espacio real para una poesía con consciencia crítica de las ruinas del lenguaje a la vez que propositiva en términos corporales y comunicativos. Se puede emocionar sin concesiones, quebrando los versos fuera de la unidad de sentido tradicional y las imágenes por una yuxtaposición que no recurra siempre a las comparaciones a las que estamos acostumbrados.

-La voz del poeta históricamente ha sido cuestionada por su ensimismamiento y cierta preocupación por cuestiones más bien particulares, individuales, más que por cuestiones sociales o políticas. Sin embargo, cada vez que los poetas abordan lo político de manera abierta y comprometida pareciera que perdieran algo de su esencia. ¿Cómo reflexionas el tema del compromiso político del poeta?

-La primera parte del argumento es la base de la canción “El poeta” de Atahualpa Yupanqui, que nos adentra históricamente en el asunto. El problema de la segunda parte es la pretensión de que quien escriba poesía deba ser fiel a una esencia, entendida como algo inmóvil y trascendente, “un mundo aparte más allá de las estrellas”, como cantaba Atahualpa. Esa visión romántica del poeta se conserva hasta hoy y parte de nuestra labor es destruirla, porque la poesía es tan contingente como cualquier otra disciplina humana. El compromiso mayor de quien escribe poesía es con la ampliación de las posibilidades de la palabra, ojalá eso pueda ponerse al servicio de un proyecto político, pero yo tiendo a sentirme más a gusto cuando me comprometo políticamente como ciudadano, dejando mi eventual aporte como autor en una escritura sin amarras previas, que se va armando sobre la marcha de su propia experimentación.

Enrique Winter en la Perrera Arte

-Últimamente algunos colectivos de poetas han convocado a movilizarse por el tema del cambio de Constitución. Sin embargo, da la impresión que la mayoría de los poetas se han mantenido más bien al margen de estas cuestiones. También se advierte silencio frente a temas políticos tan contingentes como la creación de un Ministerio de la Cultura. ¿Cuál es tu posición frente a estos temas?

-Activa. Hace dos semanas refundamos la Sociedad de escritores de Chile en Valparaíso, un grupo intermedio en términos constitucionales, porque los fondos de la administración anterior se malversaban mientras morían en la calle colegas de obra indudable como Aristóteles España y Ximena Rivera. Oficié de enlace con la asociación nacional y, luego, como ministro de fe del proceso eleccionario, que me parece épico, sinceramente. Se inscribieron 71 colegas y votaron 62. Muchos de ellos no se habían asociado a nada en su vida y creyeron ahora en este colectivo. Esa es una iniciativa, las lecturas constituyentes otra. No me parece que los poetas deban manifestarse desde un lugar preponderante respecto de los demás ciudadanos sino contribuyen con ideas políticas al debate. En lo personal, creo indispensable una nueva Constitución y la asamblea constituyente es el mecanismo ideal, especialmente en nuestro país donde las instituciones democráticas tradicionales no representan nuestra diversidad. Aunque preferiría el rango ministerial para la cultura, el presidente del Consejo ya es un ministro, por lo que la diferencia, que puede ser positiva, no es tan relevante. Valoro que la institución avise ahora sus actividades por correo electrónico, pero aún veo en ella un gran desconocimiento de las obras literarias contemporáneas, quedando unas dentro del sistema y otras, en general las más relevantes, fuera, salvo cuando el propio autor las postula anónimamente a los fondos de creación.

-¿Es la poesía chilena inmune a los terremotos?

-Más de lo que quisiera. Hubo terremotos devastadores en las zonas del uso del yo, de la poesía confesional, de la así llamada política o de denuncia, del imaginario lírico, del barroco, del medio como mensaje, de la rima, del metro, de la experimentación sonora, en fin, de la comunicación misma, y a mí me parece que todos los barrios siguen en pie, calefaccionados por no tener que visitar a los parientes que los cuestionen en otra parte, cuando a mi juicio, hay pocos elementos más productivos creativamente que la conciencia de finitud, como la que dan los terremotos, sobre todo la conciencia del error histórico de que vivamos en un territorio que se está desmoronando o incendiando permanentemente, así en gerundio.

-Hay poetas que rehúyen de la ciudad como de un lugar lleno de pestes y demonios; otros, por el contrario, pareciera que son capaces de encontrar belleza abundante en ellas. ¿Cuál es tu mirada sobre las ciudades de un país como Chile?

-En Chile existen dos ciudades: las cuadriculadas del interior y las improvisadas de la costa, que prefiero. En mi caso, el tránsito fue de Santiago a Valparaíso, en el de los personajes de Las bolsas de basura de Talca a Coquimbo. Ante la pretendida homogeneidad chilena me quedo con la ríspida diferencia de los puertos, donde están de paso todos. Alguna vez huí de las ciudades, pero luego me di cuenta de que en ellas se encuentran casi todas las contradicciones que me interesan y detalles de un mundo que todavía no termina de escribirse, uno violento en razón de la continua y no por ello menos inesperada irrupción de actores sociales, que las estructuras de poder no consideran ni terminan de comprender. Solo en las ciudades puedo tener parte de los diálogos interdisciplinarios que mi escritura requiere, sobre todo desde las artes visuales y la música, desde la calle, desde el rayado de pintura a la gentrificación del cielo. No hay mes que no vaya a Santiago.

-Acabas de leer en el aniversario de la Perrera Arte. ¿Cómo ves la resignificación que tuvo ese espacio urbano desde una perrera municipal a un centro de arte?

-Me siento afín a esa resignificación. Tanto que en Las bolsas de basura una estudiante recoge perros atropellados y practica en ellos taxidermias sobre las que opera buena parte del imaginario de la novela. Me interesa la ocupación, como el caso de la Perrera, pero también el caso inverso del abandono, problematizado en los poemas de Guía de despacho con las balleneras, una industria monumental que se hundió de un aletazo. Allí machaco sobre los medios productivos y la relación con el dinero, también presentes en Lengua de señas, que acaba de salir. En ambos libros operan el doble fondo del recuerdo de otros, recuerdos a menudo falsos, y los efectos de la interacción mercantil en las relaciones humanas.

-No puedo evitar hacerte una pregunta muy de puerto. ¿Tu poesía se siente preparada para zarpar otra vez?

-Mi poesía acaba de sobrevivir al naufragio de publicarse en su versión más radical en Lengua de señas, en una respiración del ancho de la página afirmada no de tablones sino de pinturas e instalaciones, narrando las etapas de la pudrición, de la memoria, de la fragmentación de la imagen, sobrepuesta una y otra vez para cuestionar el estatuto de la palabra, de la representación, de la percepción sobre el soporte, de la experiencia sensorial y sensual, la colusión y el crédito, la individualización de la experiencia colectiva… Estoy boqueando recién el aire con arena de la orilla, luego de los seis años de esa escritura y reescritura, así que balbuceo párrafos, los de Volga, una novela de un río que suena a vulva o vulgo, que es mi historia familiar y que desconozco.

Fotografías: Katherine Vergara