El saxo de Bird Parker: anécdotas de un bricoleur en el Metro de París

Por Gustavo Grillo Mujica

Érase un atardecer en el Café Hugo de la Place des Vosges, la más antigua de París. Supongo que le pusieron Hugo pues en este territorio, en el corazón del barrio judío de Le Marais, vivió Victor Hugo, entre 1832 y 1848.

Estaba en una mesa con Gisèle, pero, además, con un editor narigón y dos poetas franchutes que la sitiaban. Gisèle Celan-Lestrange soportaba estoicamente el peso de ser viuda de un gran poeta. Entonces entendí la desagradable situación de ciertas viudas de consagrados.

Los grabados de Gisèle tienen achurados finísimos. Algunos de sus paisajes cabalísticos me alucinaban. Ella sabía que la apreciaba por su arte y no por ser la viuda de.

Revolvía exasperado mi segundo café sintiendo que esta mujer atómica estaba lateadísima con los cretinos que la sitiaban, le hacían la pata: el narigón le pedía derechos de autor para su revista y uno de los poetas autocelebraba una (su) traducción de Paul Celan.

No existía yo en esa mesa, aun cuando Gisèle me presentó. Tenía ganas de lanzarles el café a la cara a esos cuervos. Estaba a punto de despedirme emputecido cuando un cuerpo tremendo toma posesión de la mesa inmediatamente vecina a la nuestra. Alguna gente de esa terraza lo reconoce o, simplemente, les llama la atención su porte. Aprovecho la brecha, donde Gisèle está monopolizada, para girar hacia Julio Cortázar y saludarlo. En algún instante preciso de esta (para mí) incómoda situación cafetera, Gisèle pide la cuenta, abre su bolso y saca dos libros. Me obsequia los libros dedicados con su minúscula y amorosa escritura. Ahora sé que son de las primeras recopilaciones de Walter Benjamin publicadas en Francia: «Mythe et violence» y «Poésie et révolution». Ella sabía que yo andaba detrás del concepto de aura de Benjamin.

En fin, Gisèle paga mi cuenta, nos despedimos con dos besos, a la francesa, y se va. Los cretinos que no me daban boleto quedaron verdes de envidia. Me habría encantado sacarle la lengua a la joven poesía francesa.

Patudamente cambio de lugar y me instalo de frentón con mi vecino de mesa, quien pajareaba mirando la Place des Vosges. Hablamos casi altiro de fútbol, a propósito de un poema circunstancial y futbolero que le llamó la atención de un libro que le había entregado en un encuentro literario franco-latinoamericano.

Poco y nada entiendo de fútbol. Para mí el fútbol sigue siendo una metáfora política, un negocio mafioso o un reflejo sociológico, no sé en cual orden. Solo recuerdo que con dicho escritor comentamos la tragedia del club Colo Colo, que a esa fecha lo compraban unos financistas a los que les decían Los Pirañas. Por algún hilado patafìsico, no sé cómo, desembocamos en el jazz. Cité su cuento «El perseguidor» y le pregunté bromeando, como fuente, si era cierto que Charlie Parker perdió un saxo en el Metro de París. Me lo confirmó y agregó riendo que el saxo aún recorre el laberinto del Metro.

Charlie Bird Parker

Esta anécdota se quedaría allí, en la Place des Vosges, si no fuera porque unos meses más tarde escucho el sonido de un saxo en un pasaje de la estación Ménilmontant. Esto no tiene nada de excepcional en París pero,

a) Ese saxo interpretaba un solo saxofónico, na que ver (o quizás sí), en un subterráneo, territorio más bien norafricano.

b) El músico soplaba como los dioses un solo de Charlie Parker, creo que «Fine and Dandy». Ni le faltaba alguna orquesta o acompañamiento, emitía el aura de Bird, ese músico mítico que les dije.

Quedé tan boquiabierto que seguí de largo, como un mero pasante indiferente. Las notas me acompañaron hasta la salida. Llovía y entonces una gota en mis lunetas (frañol: anteojos) bajo receta oftalmológica para astigmatismo, me despertó de un inquieto desatino, esa actitud idiota que viene cuando se ha visto pasar un tremendo ángel, cuando no se sabe si es asunto onírico o un estado tercero en que todo calza naturalmente en alguna dimensión patafísica. En fin, la gota de lluvia me hizo reaccionar, devolverme, bajar la escalera rápido, pasar urgente por debajo de la barrera de control del ticket magnético, correr hacia una música de las esferas que ya no estaba. El saxofonista había desaparecido. Quedé en estado más ansioso de lo que eme.

Me atreví a telefonear al Gran Cronopio para contarle el evento. «¡Encontré el saxo perdido!», le dije. Nada sorprendido me contó que a él le había pasado lo mismo, me describió a un negro flaco, con panza y ciego.

Tiempo después Cortázar muere más de tristeza que de enfermo. A mi pena le gana la rabia de ver como la fauna oficial y Famas diversos se apropiaron del funeral. Formaron un muro compacto entre la lápida blanca y gente admiradora de nuestro grandullón.

En el entierro del Cementerio de Montparnasse vi, soy testigo, que los Cronopios miramos de lejos, discretamente detrás de lápidas vecinas, como si todos supiéramos o no nos sorprendiera el apropiamiento del funeral por los Famas. Ni siquiera los sapos periodistas franchutes o metecas identificaron a los deudos (as) del Cronopio mayor. Personalmente conté unas cuatro viudas. Los auténticos Cronopios no sabíamos a quién darle el pésame. Los Famas se pesamentaron entre ellos. En un instante, los periodistas y fotógrafos trotaron hacia la entrada del cementerio pues corrió el rumor que llegaba Borges, ministro del Interior nicaragüense, amigo de Cortázar, hombre fuerte de esa revolución que nuestro escritor apoyó más que con el corazón.

A posteriori los Famas se retiraron por allí, moviéndole el culo a los periodistas, con anteojos negros, trabajándole al incógnito del m’as-tu vu, me has visto?

De esta tristeza, se me arregló un poquito el humor en la noche, cuando fui al restaurante La Rayuela de la rue Saint Sauveur. Por allí transitaban artistas e intelos cototudos, entre ellos el sicoanalista franchute Félix Guattari, que andaba caliente con una chilena. Guattari me dejó marcando ocupado cuando, copeteando en La Rayuela, le dije que el sicoanalismo latinoamericano era chamullero y que los peores eran los psi argentinos. Es decir, interpretaban Freud a su antojadística manierística. Respuesta del maestro: «¡Tan mieux!» (tanto mejor). Es decir, aprobó cierto bricolaje mental.

El patrón chileno de nuestra picada, alias Popeye, esa noche tuvo el gesto poético de instalar en la mesa que ocupó alguna vez Cortázar un mantel negro, una rosa roja, una copa de vino y una vela. Los habitues tristes brindaban con dicha animita. Tuve la osadía de borracho de sentarme en esa mesa, respetando la rosa y la copa de vino. Nadie se atrevió a echarme de la mesa fetiche y hasta recibí algunas condolencias de los ajedrecistas que se habían apropiado del subterráneo de La Rayuela.

El remate de esta tristeza no me lo creerán. Más o menos era la medianoche cuando me retiré del auténtico velorio del Gran Cronopio, bastante pasadito yo. No sé cómo llegué al larguísimo pasillo del Metro Châtelet. Cavilaba la típica, ¿por qué se mueren los que no deben morirse? Entonces desperté de mi resentimiento borracho cuando, muy suavemente, escucho el sonido de un saxo. Esa música se me infiltró en los huesos, por las tripas y por el mío corazón. El túnel más largo de Châtelet tenía una acústica celeste. Adivino, lo siento, veo al negro ciego soplando un saxo en un extremo.

Un fois ça va, deux fois, puta la huevá (una vez bien, dos veces… que me dije).

Esta vez no me despertó una gota de lluvia en mis anteojos. Se me encabritó el alma altiro. Lúcido, en vez de correr, me chanté. Me dejé deslizar por el pasillo automático hasta llegar a metros de mi fantasma. El saxofonista estaba rodeado de gente, que raramente se detiene a escuchar la fauna y flora musical del Metro.

Me planté respetuosamente frente al saxofonista del subte más jevi de París. Era yo otro más de un público con las orejas paradas. Fascinado con la música, mi meollo etílico decidió entonces otra causa: los músicos deben gobernar el mundo, idea que deseché por otra mejor que se me olvidó.

El sonido del saxo me hizo alucinar. Vi presencias entre los oyentes del subte, algunos de mis emigrantes, ánimas preferidas, aquellos ya enterrados que tuvieron alguna relación con París. Los vi allí, orejeando al ciego que soplaba el saxo de Bird. Gracias a mi etilismo de luto afectivo, vi a Violeta Parra, a Paul Celan, a Walter Benjamin, César Vallejo, James Joyce, Henry Miller entre el público del saxofonista que les dije.

Lo objetivo y constatado es que en el Metro de París Bird Parker dejó vivito y coleando su saxo. Esto no tiene nada de excepcional en cierta dimensión espacio-cronopia.

Por lo demás:

a) El ciego soplaba exactamente esa noche de luto en precisamente un punto neurálgico del laberinto parisino.

b) El músico interpretaba un tango: «Anclado en París», en una versión que, por su aura, era auténtico sonido de Bird Parker.

Ese saxo no necesitaba la voz de Gardel. «Charlie y Gardel, même combat«, el mismo combate, que me dije.

A estas alturas de recuerdo inexacto me moriría por inventar el dos+dos de ese cuatro: al soplador le decían pájaro y al arrabalero argentino de origen francés, zorzal. Dos pájaros que combatieron pajarísticamente.

Entonces se me cortocircuitaron mis últimas resistencias aquí adentro. Solo el poseer dos libros que me regaló Gisèle, ese atardecer, de achurado gris, me impidió llorar a moco suelto el fantasma del saxo de Bird.

Postdata: Años después, me informan que el saxo de Bird está siendo expuesto en el museo Georges Pompidou, en un homenaje de Warner Bros a sus estrellas. Se exponía un blue-jean de James Dean, que me sorprendió lo enano que era el pobre. Además unos escarpines rojos que Bette Davis utilizó en algún film donde demostró que las feas son hermosas. Se exponían otros objetos fetiches de stars.

Tuve una pequeña reflexión de las curatorías del Museo Georges Pompidou. Superada mi desconfianza de las chifladuras museográficas, invertí como una hora en convencer a un amigo fotógrafo para tomar una foto del saxo de Bird en una vitrina de ese museo (prohibidas los fotografías, evidentemente) con la intención de ilustrar esta pequeña anécdota.

Puedo garantizar, por mi olfato animístico, que ese saxo es falso. El auténtico circula aún por el Metro de París en manos y soplidos del músico que les dije, u otro, en una onda que sospecho y podría demostrar: todo artista jevi pasa la posta.

Post-postdata: Era tal mi fijación con el saxo de Bird perdido en el Metro de París que no me di cuenta que esta muestra de objetos era eso, utilería de cine. Ese saxo era evidentemente falso.

Fotografía principal: Katherine Vergara

Imágenes de archivo: Gustavo Mujica