El Festival de Viña del Mar, la alfombra roja y el ethos barroco latinoamericano

Por Javiera Anabalón (1)

Las mestizas y mulatas, que componen la mayor parte de México, no pudiendo usar manto ni vestir a la española, y desdeñando el traje de las indias, van por la ciudad vestidas de un modo extravagante que hace que parezcan otros tantos diablos.
G. F. Gemelli Careri, Viaje a la Nueva España (2)

 

El Festival de Viña del Mar es un espectáculo que los chilenos han adoptado como un potente discurso identitario, puesto que, además de imprimir cada año una imagen de lo que somos no solo hacia adentro sino que también hacia afuera del país, sus dinámicas y estéticas ambivalentes y cada vez más imitativas de los festivales europeos y norteamericanos dan cuenta de una “forma de vida” de una “modalidad” re-presentativa propia de la modernidad latinoamericana, la cual el filósofo ecuatoriano Bolívar Echeverría ha relacionado con el concepto de ethos barroco.

Esta modalidad, que Echeverría observa en los anales coloniales de fines de siglo XVI en Latinoamérica, tiene que ver con una resolución de sobrevivencia desarrollada por los pueblos originarios, consistente en la elección y adopción del código del dominador europeo por sobre el indígena. Este ejercicio de re-presentación del código del dominador deviene barroco puesto que surge en un escenario de crisis y, por tanto, responde a un intento desesperado y exagerado de revitalización de las consideradas “formas clásicas” propias de los centros de poder. Sin embargo, no obstante la apariencia pacotillezca o el kitsch que estas dinámicas imitativas puedan generar, el Festival de Viña del Mar no deja de ser un poderoso carnaval al cual las autoridades y los medios de comunicación ingenuamente, cegados por el capital que éste genera, han brindado una irreplegable plataforma, cuya peligrosidad recién comienzan a advertir.

La alfombra roja chilensis

De un tiempo a esta parte, el Festival de Viña del Mar se ha perfeccionado en tanto espectáculo de imitación, de repetición, de los cánones clásicos, al incluir en su parrilla uno de los símbolos de legitimidad del poder y de la realeza más antiguos de la cultura occidental: la alfombra roja, cuya forma moderna corresponde al lobby de los eventos de premiación más importantes del espectáculo europeo y norteamericano, en la cual no solo los periodistas encuentran un suculento contenido para sus programas de opinión, sino que también constituye una instancia de participación -o al menos de acercamiento- para el pueblo hacia el evento y los artistas.

Por supuesto que la alfombra roja chilensis presenta sus propias particularidades. La más significativa reside en el hecho de que no es un “medio” de llegada hacia un espectáculo de mayor importancia, sino que un “fin” en sí mismo; un show autónomo, que comienza con el piano de Ricardo Montaner y la animación de Julio César Rodríguez, mientras las celebridades del festival esperan en una carpa-bambalina la orden de la producción para salir a escena de manera controlada. Los marcados estadios del show, como la plataforma giratoria a la cual se suben los invitados a mostrar sus vestidos o el “pequeño teatro de manos”, configuran una alfombra roja extremadamente teatral, cuyo modelo original se desfigura para dar paso a un nuevo producto, que si bien surge del ímpetu imitativo, deviene original en su propia especie barroca.

Señala Bolívar Echeverría con respecto al ethos barroco latinoamericano que el barroco, a diferencia del manierismo, mantiene un profundo respeto por los cánones clásicos, por lo cual, ante el decaimiento de éstos, los revitaliza, exalta, intenta re-vivirlos. Tal ejercicio de volver a presentar “lo clásico” desde un lugar extraño, periférico, implica un proceso de encuentro cultural cuya resolución deviene siempre una “cosa otra”, un espectáculo cuyo objeto de exhibición es su misma calidad de show, su artificialidad, su poder re-presentativo, su poder de “volver a mostrar”: “La propuesta propiamente barroca consiste en re-vitalizar los cánones clásicos […], emplear el código de las formas antiguas dentro de un juego tan inusitado para ellas, que las obliga a ir más allá de sí mismas” (3).

Codigofagia en Viña

El Festival de Viña del Mar da cuenta de la vigencia y valoración por parte de los chilenos de los modelos propios de los centros de poder y de sus proyectos civilizatorios expansionistas. El hecho de que “Viña del Mar salga al mundo” hace del festival una buena oportunidad para reflejar la gran aspiración chilena de abandonar algún día la categoría de Tercer Mundo y pasar a ser una excepción sin precedentes en la realidad latinoamericana como triunfo del proyecto moderno-capitalista europeo, como lo fue y es Estados Unidos. Quizás, producto de un complejo que surge por el hecho de ser efectivamente el culo del mundo, Chile mantiene su admiración por los códigos de sus eternos dominadores, al igual que su ilusión de convertirse en potencia, de dejar de ser periferia y de pasar a formar parte algún día del centro.

En su creciente dimensión imitativa y aspiracional, el Festival de Viña del Mar se vincula de manera directa con el contexto de la América Latina de finales del siglo XVI, cuando europeos e indígenas intentan sobrevivir y convivir en un escenario de abandono por parte de la corona española y de fracaso en cuanto a la implementación del proyecto moderno-capitalista en América. Frente al riesgo de caos y barbarie que amenazaba al nuevo mundo, resulta ser la parte indígena, “descendiente de los vencidos y sometidos en la Conquista” (4), la que desarrolla formas de restitución civilizatoria a partir de la re-presentación, de la re-actualización del canon europeo, el cual elige por sobre el propio como modalidad de vida. Este proceso, en el cual los indios deciden devorar el código europeo y dejar que éste prevalezca, es lo que Bolívar Echeverría define como codigofagia:

Jugando a ser europeos, no copiando las cosas o los usos europeos, sino mimetizándose, simulando ser ellos mismos europeos, es decir, repitiendo o “poniendo en escena” lo europeo, los indios asimilados montaron una muy peculiar representación de lo europeo. Era una representación o imitación que en un momento dado, asombrosamente, había dejado de ser tal y pasado a ser una realidad o un original: en el momento mismo en que, ya transformados, los indios se percataron de que se trataba de una representación que ellos ya no podían suspender o detener y de la que, por lo tanto, ellos mismos ya no podían salir; una “puesta en escena absoluta”, que había transformado el teatro en donde tenía lugar, permutando la realidad de la platea con la del escenario (5).

El carnaval se toma las plataformas destinadas a la dominación

Lo interesante de esta resolución de carácter performativo durante el siglo XVI en América y su vínculo con el Festival de Viña del Mar es que se observa una misma resolución, propiamente latinoamericana de sobrevivencia, frente a un proyecto de dominación que sigue vigente y que opera hoy a partir de los medios de producción y consumo y de los medios de difusión de la información. Esta estrategia comienza con un proceso de conocimiento y adopción de aquel código/sistema ajeno, lo cual permite luego desarrollar mecanismos de resistencia y de integración desde el interior, resignificando los mismos dispositivos de control a favor del dominado.

Referente al contexto y al proyecto neoliberal del Estado chileno, el Festival de Viña del Mar es un carnaval, con todas las características y poder del carnaval bajtiniano, en el cual se da rienda suelta a la expresión del “Monstruo”, pero que sin embargo las autoridades no pueden dejar de financiar ni los medios dejar de cubrir dado el poder de su tradición, la acumulación de capital irrenunciable que deja y el hecho de ser una valiosa tarjeta de presentación para Chile en el exterior.

Resulta catártico para todos observar cómo el cómico -bufón del carnaval- se sube al escenario a hacer mofa del rey, cómo su rutina se radicaliza año tras año, cómo va adquiriendo mayor atención por parte del público, y así también, cómo crece el miedo de las autoridades sobre éste personaje popular. Así lo demuestran los dichos de los políticos frente a las rutinas de los comediantes o el mismo diario El Mercurio al advertir en su editorial la “peligrosidad” de que tales rutinas salgan al aire. El carnaval, la más potente herramienta de nivelación frente al mundo de la productividad y de la normatividad, se ha apoderado de los dispositivos de dominación y va a ser difícil removerlo o controlarlo. Al igual que la farándula, el Festival de Viña del Mar es un proyecto que se le fue de las manos al poder, el cual recién empieza a darse cuenta de que ha creado su peor enemigo: una plataforma para la expresión del pueblo y su difusión.

Resulta extremo en Latinoamérica el modelo aspiracional chileno, el cual por un lado reniega en extremo de sus vínculos con lo indígena y, por otro, mantiene en aumento un deseo desmedido por “pertenecer” , por alcanzar los estándares de “civilización” o “desarrollo” de las potencias mundiales occidentales. Chile como sociedad no es capaz de entender, en su infinita soberbia y delirio de grandeza, que Latinoamérica es un concepto que se establece a partir de un primordial fracaso de cualquier proyecto de implantación y de recreación de la cultura europea en Latinoamérica, y que su particularidad surge de esa imposibilidad, de ese intento fallido de imitación, del cual surge algo nuevo, algo propiamente latinoamericano.

Notas

(1) Artículo escrito el 9 de marzo de 2016 para perrerarte.cl por la investigadora del arte chilena radicada en Alemania Javiera Anabalón, que hoy se repone en la web por su certera actualidad.

(2) Cita de apertura del artículo “El Ethos barroco y los indios” de Bolívar Echeverría. Revista de Filosofía “Sophia”, Quito-Ecuador. Nº 2/ 2008. www.revistasophia.com

(3) Echeverría, Bolívar. La modernidad de lo barroco. México: Ediciones Era, 2000. P. 93

(4) Ibid, “El ethos barroco y los indios”.

(5) Ibid.

Imagen principal: captura de la televisión abierta