El arte de ser independiente

Por Antonio Becerro.-

Para escribir este texto, hay que revisar, volver a hojear la perspectiva del tiempo. Cuando en 1995 se me invitó a crear un centro de arte, me encantó la idea de hacerlo. Por ese tiempo, la Perrera era una inhóspita ruina y yo un pintor de atelier que, absorto,  experimentaba con técnicas mixtas al chorreo, al texturado y al pigmento esparcido sobre la superficie de la tela, para llegar al control o el desequilibrio de la obra.

En esa realidad, pude ver en mi imaginación un centro de arte de vanguardia, visionario, no sólo equipado con la infraestructura adecuada, sino que con un equipo humano profesional para acoger los proyectos y producciones de arte más experimentales en la incipiente y débil democracia.

A pesar de lo auspiciosa que era la promesa de transformar este edificio histórico de la ciudad en un centro de arte, sólo me proyecté en la Perrera por un período de no más de tres años. Mi afán era salir de Chile lo antes posible.

 Antes fui incorregible

 ponía poesía donde no la hay.

Provengo de una familia

que parecía una jauría de perros.

Talvez por eso concluí aquí.

Eran los años 90 y, a la sombra del arcoíris del triunfo del No, se veía un movimiento entusiasmado por el nuevo aire cultural manipulado por la centroizquierda. En esa narración se fue desdibujando la idea de una cultura viva y participativa. Las promesas tomaron forma de amenazas y el creador paso a ser una especie de sospechoso. Los pitucos de izquierda impusieron un clasismo en la cultura y en el arte, generando un estancamiento brutal. El soborno, la vulgaridad y el chiste fácil se instalaron como género. El bullying era el método académico por excelencia para retardar o inhibir la acción.

Lo que se entendía por cultura fue absorbido a vista y paciencia por el espectáculo de masas. El cancerígeno discurso de estos chinches simpaticones iba y va desde la banalización de todo a los financiamientos para sus familiares y ataques con alevosía a los que no adherían a sus arreglines. La frivolización embustera del arte y la cultura, incluso, llevó a que varios de ellos se engolosinaran con la idea del poder y se cambiaron de bando apenas pudieron para retener o ampliar sus parcelas.

Estas prácticas humillantes para quienes las asumen se traducían en unos carguitos de funcionario público que, apernados, devuelven uno que otro favor.

Teníamos razón y acertamos al despreciar a los tipos

 que te golpean la espalda en señal de aprobación

 por logros que a ellos los transforman en

orgullosos gusanos de la caridad.

La Perrera lleva 17 años como centro experimental, moviendo ininterrumpidamente la labor de producción y difusión de arte. Una tarea que no ha sido nada de fácil en el escenario actual.

Son miles las expresiones que han pasado por aquí: danza, teatro, performance, todas las corrientes musicales, cine y, en especial, las bellas artes. Sin embargo, la importancia de la gestión que hemos realizado no sólo se debe a la tremenda capacidad de trabajo. Lo central es que supimos dar identidad a un espacio único con su propia verdad y una metáfora viva que, en lo relativo a la arquitectura del edificio, silenciosamente ha permitido restaurar un patrimonio que estaba en condición de ruina, haciéndolo visible como un centro apto para la experimentación de los nuevos soportes y lenguajes del arte en una compleja y paradójica línea de periferia de la ciudad, donde la comunidad barrial participa cada vez más no sólo como un ente contemplativo, sino como un actor activo de sus iniciativas.

En todo este tiempo como vecinos, hemos compartido y presenciado la aparición de múltiples agrupaciones culturales autónomas, que tienen sus propias formas de funcionar. Agrupaciones que, lejos del establishment, se organizaron para levantar redes y movimientos culturales casi como en la clandestinidad. Proyectos y producciones nacionales que han sabido sobreponerse al camino marcado por el oficialismo de turno.

Hoy en día, cada espacio es necesariamente un fenómeno de gestión y administración, y la permanencia de estos centros culturales está sujeta a la lectura correcta del presente, a su capacidad de organización y alianzas que se inscriban en el respeto a la memoria, lo humano y lo poético. A su verdad y sus propias normas para anticipar y evitar la corrupción y la manipulación ideológica partidista. Todas las armas de lucha están al alcance de la autogestión: convocatorias, concursos, canjes o financiamientos mixtos están legitimados por la necesidad de subsistencia del espacio independiente.

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La crisis actual del arte y la cultura se la debemos, sin ninguna duda, a quienes tienen la escena artística absolutamente viciada y comercializada. Los poseídos por el culturoso movimiento del producto y la gestión cultural. Práctica traída como modelo de la vieja Europa que, dicho sea de paso, está en quiebra por todos lados.

El enunciado independiente aplicado al verbo de las artes no sólo tiene relación con las estrategias de financiamiento del espacio o las obras, sino con el carácter autónomo de los creadores por sobre las ideas impuestas por los articuladores culturales y las elites, que se disputan el control de los centros del pensamiento, llámense estos universidades, fondos concursables, centros culturales, galerías, establecimientos educacionales, etc.

Se sabe que ser independiente es no estar con la corriente o la moda del momento, por el contrario, es una tarea de largo aliento en la militancia del día a día por sostener los espacios colectivos como territorios públicos dignos de gozar, caminar y mirar.

Talvez la razón o la tarea más satisfactoria de sostener un espacio independiente es dar identidad cultural y artística desde el barrio a una nación torpe que se resiste a ser país.

A estas alturas, ser independiente no sólo es mantener o sostener lo que queda de paisaje,  sino crear una ciudad, una comunidad que, desde la urgencia colorada, ponga a disposición todo su ingenio y meta mano al material imaginario para ubicar el norte extraviado. No sólo es pensar en el futuro y hacer en el presente, sino detener la demolición de lo poco que queda como memoria colectiva, tras el horror de lo que se llama desarrollo.

NOTA: Antonio Becerro es artista visual y fundador del Centro Experimental Perrera Arte. Texto escrito en 2012 a propósito de los 17 años de este espacio autónomo de cultura.

Fotos: Jorge Aceituno