Aventuras y desventuras en el lluvioso carnaval Copeva del intendente Orrego


El Confesor
Escritor fantasma.
El Confesor
Escritor fantasma.
El día estaba feo para eventos al aire libre, pero no para un confesor acostumbrado a caminar por el lado impúdico y menos amable de la urbe. Desperté temprano porque enfrentaba un domingo lluvioso marcado por ritualidades públicas que, sin pudor alguno, pretenden acercar a “la gente” a las instituciones y el pasado monumental de la historia nacional. En todo el país se viviría el Día del Patrimonio y, en el caso de Santiago, ese recorrido se prolongaría en el primer carnaval de la ciudad.
La Moneda sería escenario de convergencia de ambos acontecimientos, como epicentro, una vez más, de las imposturas. Conforme me fui adentrando en el barrio cívico, fui divisando como la gente se aglomeraba en largas filas para entrar al palacio de gobierno, uno de los paseos más exitosos de la jornada. En los rostros de las personas que hacían fila era posible leer sus ganas de registrar cada detalle del golpeado edificio donde se toman las grandes decisiones.
Ciertamente a la gente le gusta el espectáculo, en especial cuando implica un coqueteo con el poder, los uniformes y alfombras rojas. No es nuevo, esto viene ocurriendo desde los orígenes de la república. Bien lo sabía Diego Portales, al pueblo le gusta el hueveo.
Ya ubicado en la vereda que limita con la Alameda, después de esquivar a unas atractivas señoritas que me acosaban con sus folletos y otros encantos del todo patrimoniales, siento algo de música y un barullo de raro origen desvía mi mirada: Santiago es Carnaval alcanzo a leer al lado afuera de la CUT. “Qué lástima que esté tan gris el cielo, si hasta trajeron cantantes hoy día”, le escucho decir a una señora que está en la cola y no tiene para cuando llegar a la carpa de revisión, con sensores de metales incluidos, de los bolsos y carteras.
“Quedaron bonitos estos toldos, parece una aduana express”, me comenta por sorpresa, casi al oído, un viejo amigo que vagabundea como yo y que no se despegará de mi lado en el resto de la larga sesión cívica. Aunque es un tipo informado, estudió casi una década en la universidad e incluso editó un par de libros, él tampoco sabía del carnaval y me veo en la obligación de contarle que es un sueño hecho realidad del actual intendente DC Claudio Orrego y que el monumental escenario que tenemos al frente y lo que veremos después es parte de un proyecto titulado Santiago es Mío, que, según leí en la prensa seria, recibe un financiamiento de más 2.900 millones de pesos. “Pero eso es mucha plata, son más de cuatro millones de dólares”, me dice este amigo, con el que alguna vez hice unos cursos de economía y dialéctica gramsciana en la Flacso.
“Sí, es harta plata, pero la tienen que prorratear en dos años”, le indico antes de advertirle que no se confunda, que este carnaval nada tiene que ver con el Día del Patrimonio, que estaba programado para antes, pero que debió ser suspendido por temor a las protestas de los santiaguinos pro Chiloé y anti marea roja.
Haciendo recuerdos y casi sin darnos cuenta, ya estamos en Alameda con Santa Rosa. Comienzan a llegar los carros alegóricos y mi amigo, que también estudió estética, empezó a destrozar con argumentos académicos cada propuesta. “Bien pobre esto”, “bastante escolar el nivel”, “yo hacía cosas mejores en el liceo”, “¿a quién se le habrá ocurrido esto de las mediaguas?”, “¿qué dirían las escuelas de samba de Río de Janeiro? Yo estuve allá”, me repite como un grillo, mientras me desvivo por hacerle ver que no sea tan severo, que lo que importa es la participación ciudadana, el encuentro territorial, la expresión del cuerpo social metropolitano, que serán 52 comunas en acción y que por algo hay que empezar. “¿Cuánto se gastaron?”, me pregunta escéptico y lapidario.
Como si se hubiese tratado de una maldición, después de las abundantes lluvias de la madrugada, justo a las 14 horas el cielo se puso negro y empezó a chispear. Veo preocupación entre los organizadores y artistas que corren y descorren los plásticos que cubren los carros alegóricos. “No, estos no van”, “no, no van”, repite uno de ellos, apuntando a los grandes camiones que llevan los equipos de sonido. “No, viejo, es muy alto el riesgo de electrocución”, agrega serio y tajante a su interlocutor.
A simple vista la caravana ha disminuido y no solo por la lluvia o el resguardo de los cuatro o cinco vehículos que llevaban la tecnología más cara, sino también por la significativa renuncia de varias comunas que no llegaron a puerto. “Muchos se bajaron, no conozco la razón”, me comenta un reconocido periodista que ahora pitutea en algunos ministerios.
La lluvia golpea con furia el pavimento cuando el carnaval comienza con apenas 28 de 52 comunas anunciadas. Las diabladas apechugan y hasta parecen divertirse bajo el agua, mientras la comparsa resiste en las camionetas que llevan las mediaguas intervenidas por los vecinos. La gente de los sectores rurales es la más entusiasta y parece no importarles que el cartón y la tintura de sus alegorías vayan cediendo ante el peso de los goterones que azotan su imaginario carnavalesco. Algunos sacaron el plástico; otros se cubren con él.
“Me parece fantástico este espectáculo”, me indica el amigo que me acompaña desde el inicio y que, por efecto de las precipitaciones o algún otro estímulo, ha tenido un giro violento, una voltereta, en su apreciación. “Esto es increíble, un carnaval Copeva. Qué Escena de Avanzada, Casa de Vidrio y ocho cuartos. Esto es verdadera subversión: casas patrimoniales Copeva enfrentando cara a cara el palacio neoclásico de Toesca, un golpe al poder”, me dice extasiado. Le comento que no vaya tan lejos en sus lecturas visuales, que de seguro el nylon no estaba en el diseño original y le apunto que no creo que exista un subtexto en el asunto. Mal que mal, Copeva estuvo ligada a un apellido ilustre en la DC.
“No, esto es transgresión estética pura y dura. Es fácil apreciarlo, hay un relato, un cuerpo conceptual detrás”, insiste este amigo que nunca pierde y ya se está poniendo odioso. “Es más -agrega- yo contactaría a nuestra gran arquitecto Alejandro Aravena, postulamos al toque a la Ventanilla Abierta y mandamos todo el paquete a la Bienal de Venecia. Tremendo envío, grito y plata en Europa. Ya tengo el nombre: ‘Reciclaje: emplazamiento y desplazamiento de la modernidad en una economía tipo OCDE’”.
En un acto de magia y escapismo logro dejar la escena y desprenderme del diletante que les cuento. Caminando vuelvo a casa, me cambio la ropa mojada y algo más tarde, ya bien oscuro, regreso al sitio del suceso en busca de un sorbo. Entro al Indianápolis u otra de esas fuentes de soda del sector y diviso en un rincón a varios de los técnicos del carnaval. Tipos rudos de largas batallas y faenas. Les pregunto si tocó Conmoción y me responden que no, que los artistas importantes no actuaron en el escenario central. “Lástima, yo quería escuchar el tema de los cabildos constituyentes de Manuel García”, digo con sarcasmo para caer en gracia, pero parece que el chiste no se entendió.
Pido permiso y me siento en la mesa contigua a parar la oreja, la oreja aguda de un confesor. “No se podía suspender, había órdenes de arriba”, conversan. “¡Pero cómo!, si se sabía que iba a llover, era cuestión de mirar cinco días antes el pronóstico en internet”, responde el más ofuscado. “No había caso, ya se había aplazado una vez”, confidencian. “Nosotros hicimos la pega, la hicimos”, coinciden todos. “Tremenda gripe que me voy a pegar”, reclama el más joven mientras se hace un lado para que yo pueda salir.
No es mala la idea de hacer un carnaval, reflexiono Alameda abajo, mientras caen las últimas gotas del Día del Patrimonio. No es mala idea, me repito, pero habría que hacerlo en la época adecuada, en primavera, cuando hayamos pasado agosto y la patria renazca con sus fiestas, olores y tambores. Septiembre es un buen mes, cavilo, por algo en esa fecha se instalan los circos.
Fotografías: Carla Cari