Antonio Becerro, antes y después de los escombros orgánicos
Por Héctor Muñoz (*)
Hace ocho años, Antonio Becerro realizó una serie de intervenciones en edificios públicos a propósito de una matanza de quiltros -el equivalente al huacho en la estirpe nacional- ocurrida en los alrededores del palacio de La Moneda. Con unas pequeñas animitas recortadas e impresas en latón, el artista experimental intercedía a su modo por el alma de una treintena de canes que, según se anota en la prensa de esos días, fueron eliminados para evitar los eventuales ladridos a la escolta de caballería y, sobre todo, para garantizar la pulcritud de la puesta en escena de asunción al mando. Shakira, Pituto y Matón figuraban entre las víctimas de la limpieza, mientras que otros, como el recordado Rucio, fueron rescatados la misma noche del exterminio por los carabineros que resguardan el edificio de gobierno, quienes consideraban a estos perros como informales compañeros de vigilia.
Vuela el tiempo y hoy, como si se tratara de un alunizaje, se observa esta jauría trepando por cables acerados y entrando por el techo al Museo de Bellas Artes. La exposición se titula Encontraron cielo y, además de connotar el ingreso a la mala y la instalación de los quiltros en el escenario mayor del arte criollo, también alude al tránsito de los caídos y a ciertas narrativas de la muerte.
Elaboradas en resinas y fibra de vidrio, estas esculturas completan un ciclo en la trayectoria del expositor que, en 1995, mientras ejercía como curador de la Galería Bucci, fue llamado a dirigir un singular «almacén de arte» en la ex Perrera Municipal de Santiago, un edificio industrial de líneas únicas nacido para otros fines, pero que por lustros había servido, precisamente, para el sacrificio de los perros callejeros de la capital. El imaginario canino no tardó en penetrar en los dibujos, serigrafías, monocopias y pinturas del artista, quien, un par de años después, da un salto inédito y cualitativo al incursionar en el antiguo oficio de la taxidermia. Se traslada entonces al Museo de Historia Natural, succiona los conocimientos del maestro Ricardo Vergara y aprende que el pellejo del perro es más resistente que el de su amo. «Según resultados de experimentos, un gramo de veneno de cobra mata 83 perros, 715 ratas, 330 conejos o 143 humanos», había reflexionado por el estilo Joseph Beuys en un happening realizado en 1965.
Sin asco, Becerro se dio a la tarea de manipular vísceras e intestinos para llegar a su nuevo soporte, la piel, el cuero animal, el que luego pintó, tatuó y modificó a voluntad. A fines de los años 90, ya no eran bien vistos los hornos crematorios, pero eso no significaba que el problema sanitario -el descuido y la sobrepoblación canina- hubiese desaparecido. Por el contrario, sólo se había desplazado a los márgenes y fue en las afueras de la ciudad, en las bermas de las modernas autopistas concesionadas o por concesionar, donde el artista encontró el cadáver y su inagotable depósito. Ahí agonizaban ahora los perros y, de algún modo, ahí nacía también el rencor inexplicable de estos animales por las ruedas, llantas y neumáticos.
A más de una década de ocurridos los hechos, las polémicas generadas por exposiciones como Óleos sobre perro (2002) pueden leerse a la vez como el rubor por la profundidad de la herida tocada y la sorpresa por la eficacia de una técnica científica, la taxidermia, como hallazgo de la práctica artística.
Sólo después de la citada matanza de la Plaza de la Constitución y de sus sencillas plegarias en latón, Becerro logra desprenderse de la pesada carga de los «escombros urbanos», como él mismo los llama, y, fiel a su prédica experimental, logra su salida por la fibra de vidrio, un recurso ubicado en las antípodas del desecho orgánico. Es con este nuevo material con el que produce, entre otras cosas, las dos primeras y numerosas series de esculturas para el proyecto Pintacanes, obras que luego eran intervenidas por vecinos de La Pintana y otras comunas y por artistas e intelectuales.
La fibra de vidrio, un material dúctil, de notable resistencia a condiciones extremas y tan liviano como la piel de los perros de carne y hueso, no sólo posibilitó que Becerro accediera cada vez como mayor propiedad y amplitud a los espacios colectivos, uno de sus objetivos declarados como artista, sino que a la vez le ha permitido reencontrarse y entusiasmarse con la manualidad de la obra, ya que al modelar las formas caninas con una naturalidad que sorprende, sus manos no hacen otra cosa que recordar anatomías, músculos y tendones conocidos, es decir, producir el engaño del arte, la prestidigitación, resucitar el cuerpo por efecto mecánico de la memoria y el tacto.
(*) Texto del catálogo de la exposición «Encontraron cielo», realizada entre enero y marzo de 2014 en el Museo Nacional de Bellas Artes, Santiago, Chile.
Fotografías: Nicole Natalie, Jorge Aceituno y Andrés Gachón