Anécdotas de un bricoleur 2: El Club
Bravo, vengan dados y buen vino, que ya no importa el mañana.
Vivir, – ¡Vive mierda!, grita la muerte, vive que pronto he de venir.
(Del poema “Copas”, Virgilio)
Por Gustavo Grillo Mujica
Fundamos el Club con el Cabezón, Walter Buzman, el Flaco Cheverri, Yan Luis y yo exactamente un dieciocho de septiembre. Fue una junta circunstancial en una fiesta patria.
Para ese dieciocho, la primera embajada post dictadura puso recursos, arrendó un lugar en la periferia parisina, en Savigny Le Temple para ser preciso. En el parque de un chateaux, la comunidad chilena se instaló con stands, fondas, ramadas, escenarios, cada cual con su cuento. Tribus del PC, PPD, PS, MIR y el poderoso clan del club de fútbol Salvador Allende. Todos hacían sus negocios. En fin, habíamos mucha gente en nuestra conmemoración patria, cuando ya no teníamos pretexto para seguir exilados. Se produjo una “toma de terreno” en el parque del castillo. Obviamente que todo el lugar estaba salpicado de banderas chilenas. Olvidamos por unas horas que habitábamos en Francia.
Con el Cabezón circulábamos de lo más enfiestados, chispeados, emocionados con tanta chilenidad, chapoteando entre propuestas folklóricas más papistas que la papa. Allí nos encontramos con unos conocidos: el Walter, el Flaco Cheverri y Yan Louis. Copeteaban y jugaban cacho en una mesa con mantel floreado, ese detalle sí recuerdo. Tan concentrados estaban en los dados, que los saludos fueron de reojo. Con el Cabezón admiramos esta costumbre, muy de club radical, de estar jugando dados llueve o truene. Me atrevería a decir que los clubes radicales, que tuvieron presencia en los más recónditos rincones de Chile, están al origen de nuestra tradición más que republicana, dadística. Estos laicos, masones y bomberos marcaron nuestra historia, y la de los dados, más de lo que se cree.
Los cinco próceres que les dije somos fundadores históricos. Yan Luis, el quinto, se anduvo corriendo, seguramente por preferir juntas en su casa, de mejor calidad gastronómica y etílica.
Fundamos el Club de Cacheros pues sentimos este juego de dados como una posible identidad nacional. Al menos alguien de los nuestros argumentó ese motivo. O es el pretexto que me quedó de varios, cuando, cada cual con su santo, debatíamos en nuestro exilio francés.
El Cabezón revindica la idea de formar el club, también el Walter (Q.E.P.D). Como actualmente tengo al Cabezón más cerca, retornado, me amenazó con sacarme la cresta si no lo registraba como el primero de la idea.
Designamos como sede al restaurante La Caleta, en la rue Oberkamf, barrio de emigrados norafricanos. Esos que en un instante subversivo quemaron miles de autos, y siguen de vez en cuando, picados por ser hijos franceses de tercera categoría. A sus padres, argelinos que pelearon al lado de los colonialistas, los instalaron en guetos, en los suburbios de la Ciudad Luz, y fueron mano de obra barata para la industria automovilística francesa. Por eso la segunda “desgeneración”, elegía preferentemente autos de marcas francesas para quemar. Yo prefería las moviletas, que no necesitan permiso de conducir y porque los flics, pacos del tránsito, no nos daban pelota, gracias a los coursier, carteros, recaderos de empresas (lo fui), que controlan, con mucho equilibrio, el tránsito vehicular en París.
Aprobamos democráticamente reunirnos los primeros lunes de cada mes en ese barrio, donde pasábamos piola. De los fundadores no recuerdo quien aportó qué, pero ya en la primera reunión teníamos cocinadas las reglas del ahora famoso e histórico club.
Adoptamos el código dadístico de:
Uno: as, evidentemente.
Tonto es dos,
tren: tres,
cuarta: cuatro,
quinas: cinco,
sexto: seis.
El cubilete de cuero se llama cacho pues antes se jugó en vasos artesaneados en cachos de vacunos.
Tendría que explicar que es inexacto lo de cacheros, pues no jugamos cacho, juego de dados que es una suerte de póquer. En realidad jugamos dudo, juego que aún no averiguo su origen.
Debe existir una razón matemática para jugar con cinco dados por cubilete. Al menos nosotros, partíamos tirando a la vista de todos los jugadores un solo dado. Quien sacaba el dado mayor empieza el juego y canta una cifra. Luego los jugadores lanzan simultáneamente sus cinco dados y cada jugador ve su juego, invisible para los otros. Supongamos que juegan cinco jugadores, entonces hay veinticinco dados en juego. Los ases (unos) son comodines, remplazan cualquier número, desde tontos (dos) hasta sextos (seis). Por lo tanto, no es una probabilística menor estar atinando o blufeando.
Digamos que yo parta. Canto siete quinas (cincos) es decir, estoy apostando que por lo menos en este juego esté esa cifra en donde hay veinticinco dados en juego. El jugador a mi lado -que puede ser a mi izquierda o derecha, depende, al menos en nuestro club cantamos en el sentido del reloj- está obligado a montar mi suposición o bluf, a dudarla o calzarla.
En fin, no es relevante saber exactamente como se juega dudo, pero es información útil para entender el lema del Club de Cacheros: “Dudo, luego monto y calzo”.
El Club acordó desde un comienzo que la presidencia es del mejor jugador. El primer Presidente fue este pecho. Les saqué la cresta a todos los participantes en un juego fundador. En ese juego histórico atiné con dos calces con más de cuarenta dados en juego. Éramos nueve jugadores absolutamente excitados, con una marcada conciencia historicista de marxistas: estábamos en un instante histórico, una acción fundacional.
No es conveniente jugar tantos pues pasa a ser una partida muy demorosa. Todos los jugadores se dan su tiempo para jugar, hay mucho cálculo que hacer. Con tres jugadores mínimo y cinco cacheros como máximo es el juego ideal, pienso yo.
Los cacheros tuvimos un éxito inusitado para felicidad de los administradores del restaurante La Caleta en la rue Oberkanf. Ciertos primeros lunes del mes hubo hasta veinte cacheros que jugamos en cuatro mesas simultáneamente. Los cuatro ganadores eran (mos), los Master de la noche.
El perfil de mis camaradas cacheros daba (da) para una pieza de Bertolt Brecht. Había muchos peligrosos aspirantes a mi presidencia.
Pusimos reglas simples:
Prohibidas las mujeres y extranjeros. Solo shilenos.
Todo aspirante a cachero debe ser presentado por un miembro histórico.
Solo se es aceptado por unanimidad.
Cada uno mata su chancho (cada cual paga su consumo).
Todo juego dudoso o con incertidumbre numérica es arbitrado por el Presidente.
Como Presidente, sentí ese entusiasmo retorcido por el poder. Corté el queso en no pocos diferendos.
El secretario anotaba la bitácora del club, asistentes, ganadores, Masteres de la noche, etc. El tesorero se encargaba de sacar cuentas del consumo de cada noche lunesina. Era su lata asumida cobrar a los cacheros ebrios. Él mismo a veces estaba pasadito, pero jamás se equivocó en las cuentas. Era (es) capo para los números.
Siempre o casi siempre teníamos algún entusiasmado que apostaba botellas de vino. Los de La Caleta nos apaleaban con los vinos, pues solo bebíamos vino chileno, evidentemente mejor que los mostos franchutes, al menos en los vinos de batalla.
La prohibición de mujeres nos significó más de un conflicto, considerando que casi todos los miembros del Club eran casados o convivientes. Al Pelao, miembro que habitaba en Semlis, a 100 kilómetros de París, su mujer no le creyó esto del Club. Uno de esos lunes, ella llegó disfrazada con peluca rubia para constatar que su Pelao estaba efectivamente jugando cacho con sus amigos. Nos armó un escándalo pues no la dejamos jugar. Fue ella quien nos salió al paso con varias feministas cacheras que nos retaron a duelo y hasta provocaron una elección revisionista de nuestras reglas. Personalmente, con mi influencia y todo mi prestigio de Presidente, presenté la moción de aceptar damas. Perdí por un voto. El Cabezón me traicionó de picado, sospechó que yo tenía como objetivo una cachera posible.
El Club agarró papa, quizás porque fue una alternativa o transversalidad a las latosas y regresivas reuniones partidistas, ya bastante de capa caída. Los Cacheros trascendíamos peleas ideológicas, estábamos en otra. En un viaje a Chile, al menos yo, rechacé el honor de representar al novísimo Partido por la Democracia PPD en Europa. Dirigente nica. Inventamos otra militancia peor, chapoteábamos en códigos guachacas (actual movimiento shileno), expresándonos con chuchadas a destajo. Allí entendí por qué no se aceptaban extranjeros. Era absolutamente imposible estar traduciendo nuestra jerga a algún amigo francés, inglés, de la Atlántica, africano o incluso hasta a un sudaca pata nuestro. El Club era (es) absolutamente exclusivo.
Una vez el Walter tuvo el desliz de presentar como candidato a miembro de nuestro Club al nuevo embajador de Chile en Francia. Un cachero militante comunista se opuso y, sin mediar debate, el embajador fue rechazado. En el Club de Cacheros la minoría radical tiene un poder no menor. Como en el estado de Israel.
Otra vez se infiltró un agregado cultural de la Embajada du Chili en France, que posteriormente escribió un bodrio intitulado “By by París”, en donde habla de los cacheros. Fui informado que este tipo nunca perteneció realmente a nuestro club. Es más, lo pelaron como un saco de huevas. A mis informantes cacheros les creo.
Tenía que pasar. El Flaco Cheverri me levantó la presidencia. Ya conté que por regla fundamental la presidencia está siempre en juego. Fue un golpe inesperado perderla. Esa noche no dormí. Esa presidencia me daba más prestigio que si hubiese ganado un concurso literario. El Flaco Cheverri me ganó con tres calces al hilo, los más atinados en los anales de los cacheros. Bueno, el Flaco es ingeniero informático. Por lo demás, hasta el día de hoy, siempre se peleó el poder entre los probabilísticos (ingenieriles) versus los intuitivos (poiéticos). Al Flaco Cheverri no le duró mucho su presidencia pues se la levantó alguien insolente de alguna subtendencia intuitiva. En todo caso, fue la presidencia del Flaco Cheverri la que le dio un giro más práctico al Club.
Cierto lunes, nuestro nuevo Presidente hizo una consulta a nuestra inteligencia colectiva. Estaba metido en un petit problema doméstico. Le había llegado por lobby familiar o del Partido Socialista, un pastelito, un allegado impajaritable, un cabro con visa de turista por tres meses. Evidentemente sin billete, pobre como rata. El Flaco Cheverri nos consultó ¿Qué hago? Él era nuestro Presidente y ante semejante consulta los cacheros nos sentimos asesores atómicos. Por cierto, interrumpimos el juego y nos pusimos a pensar en voz alta, produciéndose un gallinero que se calmó cuando el Presi se puso con dos botellas de vino chileno para estimular tanta reflexión. Nuestra red francesa ya no servía para otro refugiado. Y eso que mi mujer había bailado tango con Favius, ministro del Interior, y que nuestro más groso padrino en París, el grande Pato Valenzuela, fue publicista de Mitterrand. El cocinero de Nureyev: shileno; el peluquero preferido de Catherine Deneuve, Luiyi: shileno, quien fue el culpable de la exportación de la rosa de mosqueta, la viuda Alicia, de André Breton: shilena, etc.
El allegado del Flaco no era un perseguido político ni mucho menos. Ya teníamos un gobierno democrático. Por las nuevas leyes francesas, no era ninguna gracia estar ilegal. En fin, le pedimos un breaf al Flaco Cheverri, detalles sobre su allegado. Que hacía, edad, cuando llegó, planes, etc. Nuestro Presidente nos informó que su allegado simplemente había soñado, desde que se masturbó con una foto de Brigitte Bardot, fantasmeó recurrentemente con lograr una señorita francesa. Por eso llegó a París. Los cacheros nos emocionamos con esta calentura consecuente.
Después de un amplio y completísimo análisis, llegamos a la conclusión de que si al Quelo, por Rogelio, así se llamaba el allegado tardío, le encantaba la salsa, la bailaba tan regio y le decían el Huaso Travolta, entonces el Quelo tenía una fortaleza tremenda. Rogelio tenía que casarse para tener papeles. Aconsejamos que fuera a una salsoteca a pincharse alguna señorita francesa. Según varios cachetones, estas minas iban a puro tirar con sudacas.
El escenario y plan de los cacheros, no lo me creerán, fue un éxito. El Quelo fue a salsear donde le dijimos, se sirvió bien servida a una señorita que no era francesa sino alemana -que no es lo mismo pero es igual-, que andaba turisteando en París, y nuestro Rogelio logró, gracias a nuestra inteligente asesoría, tener pasaporte europeo. La alemana chapurreaba español, quería un sudaca caliente y listo. Al Rogelio lo exportaron a Alemania.
Después del caso Quelo, el Club degeneró en consultorio sentimental, con varios casos de miembros cacheros en ruptura con sus iñoras. Tengo que aclarar que los cacheros, machistas integristas, dividíamos a las féminas en señoritas, señoras e iñoras.
El Cabezón retornó a Chile con el alto rango de “Secretario Perpetuo del Club”. Evidentemente me ubicó y me informó que como miembro fundador, yo tenía el tremendo rango de “Presidente Perenne”. A él se le ocurrió fundar la filial santiaguina.
Le rogué al Cabezón que me informara de todo lo acontecido en el Club después de mi partida de París. Entre otras anécdotas sabrosas me rindió cuenta que un nuevo miembro irrumpió en el Club, presentado por los Mirachos, del MIR, Mov. Izquierda Revolucionaria. Era un connotado Héroe Nacional, así le puso su cuñado Adolf Pardusco, también prócer cachero, cuando hicimos campaña en París para liberarlo del último campo de concentración en que estuvo.
Nuestro Héroe Nacional, Ulises, Q.E.P.D, auspició la entrada a los cacheros de alguien imparable. Al héroe yo no le tenía buena porque supe de tercera lengua que me tachó de burgués. Él, muy serio y entusiasta, patrocinó esa noche, con todo su prestigio en juego, a un travesti producido, felliniano, con peluca, flor de maquillaje, mini de trapo imitación leopardo, con taco alto y todo. No estaba contra las reglas esta candidatura a membresía pues la loca desatada no era mujer mujer, y aunque hablaba argentinado, mostró orgullosa y apenada un documento de la ONU timbrado con la palabrota apátrida. Parece que la loca nació en un avión en medio del Atlántico. No era extranjero, era alguien de ninguna parte, currículo imparable para los cacheros asistentes.
Ulises demostró brillantemente que dos de nuestras reglas tenían rendija. Según él, toda regla tiene fisura. Es más, el héroe hizo una película de la “Sonia”. Me cambió el DVD contra un libro. Entre viejos zorros, más vale el trueque.
Para hacerlo corto, “Sonia” ganó todas las manos y casi friega al Presidente Cheverri con dos calces al hilo. Además pagó el vino y cantó boleros como una diosa.
En todo caso, el Club que fundamos el Cabezón, el Walter, el Flaco Cheverri, el Yan Luis, y yo, nos trascendió, pasó a la historia. Actualmente tenemos sedes en París, Uppsala, Santiago y Talca. Nos disponemos a jugar el Cacho de Oro, a través de una video conferencia en nuestro ene avo aniversario.
Fotografía: Katherine Vergara
Documentos: Archivo Club de Cacheros